jueves, 28 de febrero de 2013

EL FIN DEL MUNDO (1975; 2012)


Una de las diapositivas que pasaban en la casa del vecino
era muy similar a esta imagen.




En la capilla del barrio me regalaron un Nuevo Testamento después de haber hecho los dos años de catecismo y tomado la comunión.  Leí sin problemas todos los evangelios y los Hechos de los Apóstoles porque se leían como narraciones, aunque por supuesto, que no podía entender cabalmente las enseñanzas. A las espístolas jamás las terminé.  Pero las ilustraciones que estaban al final, en las que había ángeles tocando trompetas, me motivaron a leer el último libro: El Apocalipsis.
    ¡Vaya libro para un chico de ocho años! Insectos monstruosos saliendo del abismo para lacerar a los humanos, enormes piedras de granizo mezclados con fuego cayendo sobre el mundo, una inundación de sangre que lo ahogaría todo… eran espantosas amenazas que tomé en forma literal. Le preguntaba sobre estas cosas a un tío que vivía en casa por aquel entonces. Él se divertía aumentando mi horror y acotando el cumplimiento de estas profecías al mundo más próximo que yo conocía: el barrio.
    “Y doña Tomasa desde su terraza va a gritar ‘¡ayúdenme, mis perritos se están ahogando!’ Y el agua va a seguir subiendo hasta alcanzar el techo de las casas, más alto que la de don Zacarías. Los zapatos de don Samuel (el zapatero) van a flotar, y el viejo. por querer agarrar los se va hundir. Y el que no sepa nadar ahí nomás se va a ahogar.”
     Una noche en que reparé en el arrullo lúgubre de las palomas que estaban cerca, mi tío me dijo “están anunciando que pronto se va a abrir una grieta gigante en avenida Cruz y se va a tragar a los autos y los colectivos que pasan por ahí. Y de la grieta van a salir unos condenados parecidos al borracho Lagaña, sólo que a éstos les va a salir gusanos de la boca y de las narices, y van a perseguir a la gente.”  En mi febril imaginación me veía en la calle escapando de uno de ellos; llegaba corriendo al pasillo y a la puerta de casa. Golpeaba desesperadamente mientras una de estas criaturas aparecía en la entrada del pasillo y se me venía encima rengueando. (Por muy trilladas que sean estas imágenes, yo las tuve de niño. Años más tarde, al llegar los ochenta, el video “Thriller” de Michael Jackson me recordaría las locuras de mi imaginación).
      Poco después me dejaron tranquilo las fantasías más delirantes, pero no mi ansiedad por el fin del mundo porque ésta regresó de la mano de mis vecinos evangelistas, entre ellos don Rubén. “Los invito a casa a ver una película importante,” decía él a los vecinos más próximos. La idea de entrar a su casa a ver una película me resultaba irresistible. No le contaba a mi mamá porque no me habría dejado ir: “Te vas a convertir en un bruto con traje y biblia bajo el brazo. Nosotros somos católicos.”
      En la casa de don Rubén nos sentábamos en unos tablones dispuestos a manera de bancos. En realidad se trataba de la proyección de unas diapositivas que él y otros visitantes de su iglesia proyectaban sobre una pared. Eran ilustraciones impresionantes de ciudades bajo el temible ataque de la ira divina. Luego, aparecía el Señor viniendo sobre las nubes acompañado por una miríada de ángeles a ejecutar el juicio del fin. Estas imágenes potenciaron y redefinieron mis inquietudes sobre del fin del mundo, es decir, del que yo era consciente.         
        Una noche mientras cenaba con mi familia, oímos voces alarmadas que venían de la calle y salimos a ver. Nos unimos a los vecinos que miraban en dirección a la calle Bonorino por encima de los techos de las casas. Unas explosiones de chispas azul-verdosas centellaban contra el cielo oscuro alrededor de un punto. La vista me pareció espectacular; de inmediato me hizo pensar que al final don Rubén tenía razón con su latiguillo de que “hay que estar preparados”. La noche estaba nublada; por un momento pensé que aquellos fogonazos eran el preludio de la apertura de los cielos para la segunda venida.  Las explosiones resultaron provenir de un transformador en lo alto de un poste de cables de alta tensión sobre Bonorino, la calle siguiente de Charrúa.            
       Pero tuve más imágenes del fin del mundo “charruano”. En otra oportunidad, se dieron en un sueño tan vívido que nunca he olvidado. En el sueño,  los vecinos se congregaban de noche en la calle –como cuando las explosiones del poste-- para presenciar algo que era como una gran señal que había en el cielo. Vi a todos mirando con expectación hacia lo alto; algunos con rostros de felicidad, entre los que estaban don Rubén y su familia. Otros danzaban al son una música pegadiza que flotaba en el aire (tal vez esa música haya sido la reminiscencia de un comercial de televisión de esos días). Lo que más me impactó de aquel sueño fue que entre los vecinos congregados estaban Emilio Ibáñez, un chico que había muerto por haberse caído del techo de la parte más alta de su casa cuando jugaba al carnaval, y el gallego don Delmiro, otro difunto, que había sido el almacenero más importante de Charrúa en los años setenta y a cuyo sepelio en el cementerio de Flores había concurrido todo el barrio. Donde estuvo su almacén hoy hay un kiosco multi-rubro.
      
       Ya en la era de este kiosco, con la percepción del mundo  ajustada a mi realidad de adulto, volví a tener otra imagen impactante del fin del mundo charruano. El 4 de abril de 2012 regresé a casa un poco antes de media noche después una salida con unos amigos en el centro. Esa noche hubo algo parecido a un tornado como nunca antes se había visto en Buenos Aires. Fue un fenómeno raro porque se concentró en la zona sur de capital y provincia. Cuando estaba en el bar con mis amigos solamente noté los truenos y una lluvia intensa. En el camino de regreso, desde la ventanilla del colectivo observé destrozos recién a partir de Parque de los Patricios. El colectivo tuvo que alterar el itinerario muchas veces por la cantidad de árboles caídos sobre las calles. Al bajar en la parada de avenida Cruz, lo primero que vi fue que el enorme tinglado que cubría una cancha de hockey en la Ciudad Deportiva de San Lorenzo estaba totalmente aplastado como por una mano gigante. Charrúa yacía en penumbras, con la gran mayoría de los árboles derribados sin importar su tamaño o antigüedad, ¡incluso arrancados de raíz! Los postes de luz y los cables de alta tensión estaban por el suelo, lo cual atemorizaba a los vecinos. Además, la furia del viento había arrebatado de las casas objetos tan grandes como tanques de agua, y los arrojó junto a los árboles sobre la calzada, de tal manera que ni los autos ni la gente podían circular. Tuve que sortear muchos obstáculos para llegar a mi casa. Una vez dentro,  me aguardaba una cantidad agua que había entrado y  restos de cosas voladas por el viento; incluso un enorme marco de hierro había aterrizado impactando contra la ventana de una habitación en el piso superior. ¡No recuerdo haber visto algo semejante!
     Esa noche estuve a la luz de las velas. Cuando las soplé para dormir pensé que mis angustiantes fantasías sobre fin del mundo de niño se habían cumplido finalmente de algún modo, aunque en una escala igualmente proporcional a la noción que tenía de chico de sus confines.






A continuación, pongo la primera idea sobre El Fin del Mundo. Era el año 2012... ¿no era un tema que estaba de moda? Quedó incompleta por ahora.
 

                                                   Judgement Day

I am crouching in this alleyway, hiding my head between my knees and covering it with my arms. From time to time, I look up and peer into the stormy, pitch-dark night and watch how now and then a dazzling, pale-blue lightning strikes the ground around the spot where I am.  The deafening bangs causes a headache as if my brain was pierced with a skewer. With each impact my mouth segregates bitter-tasting saliva and my head throbs. I am experiencing a mixture of bewilderment and panic. If my mind is not cracking a practical joke on me, about half an hour ago it was a cloudless, sun-kissed morning. An eclipse does not last this long. Besides, it is strange that I should have missed the forecast announcing such an extraordinary phenomenon for today. Then what is happening for God sake? Is this town under a terrorist attack? Has a nuclear war finally broken out and inescapable annihilation is upon us?

When I was a kid and lived with my family, my mother would be left to cope with the household chores on her own, because, we, her children, were two boys raised in a male chauvinistic fashion, according to my father’s outlook on life. He would not like that his sons should get hold of a broom or do the washing-up for that matter. Being thus relieved from lending a hand with the house, so spoilt we had become that, shout as our mother might, we turned a deaf ear on her and and never stopped our games and quarrels.
 To add to my mother’s irritation, evangelistic preachers would knock on our home door just when she was struggling with this situation. And so it happened one day. Out of compassion for my mother, I walked to the door and flung it open to find two people neatly dressed: a man holding a case and a woman with a bunch of magazines to her bosom. After greeting me politely, they asked whether dad or mom were in.
 “Who’s that?” my mother called out from the bathroom where she was trying to wipe out  a stain on the floor. As I did not know what to answer, I looked back at those people to find out. Before I spoke, the man did, though.
“Tell your mother that we’d like to share good news about the Lord's plans for mankind.”
Having heard the word "plan", it came to me that this person was the architect dad was working for at the time.
“I think it’s for Dad,” I replied over my shoulder. My mother appeared behind my back taking off her rubber gloves. On seeing those people her features sagged in dismay.
“Oh, sorry, I’m really very busy at this moment,” mom said in an unwelcoming tone.
“Perhaps you could accept this magazine containing our congregation’s beliefs. If you wish you could contribute with anything you heart may intend."
 I sensed the embarrassment that my mother's disdainful expression produced on these preachers showing her their magazines. The woman hastened to fill the uncomfortable gap of silence.
 "If you won't, you can have them anyway, though.”
“Look, everybody in this family is a Catholic,” said my mother in a dry voice shaking her head dismissively.
“Thanks, anyway. So long.”
The slam of the door cut those preacher’s inexplicable still beaming faces of from our sight. My mother went back to the bathroom to resume the scrubbing, muttering something unkind. I decided to go out to the street since I had out-fancied playing with my brother.
When I turned the corner on my way to the neighbourhood park, I saw a man dump the same magazine the preachers were giving out into a street rubbish bin. When I passed by it, the picture on its cover called my attention. It portrayed a darkened city skyline stricken by lightnings. In the foreground there were horrified, desperate people trying to escape a cataclysmic scene. I grabbed the magazine and took it with me on my way to my favourite tree in the park.
Years later, one afternoon, while I was waiting for my homeward bus, somebody appeared to my right handing me a leaflet. It was a girl who spoke softly and was telling me something about God’s resolution to put an end to the chaos and suffering in the world. My eyes went from her face to the leaflet. The picture on it made me recall that day when those evangelistic preachers had knocked on our door and had been turned down.
‘Will the end ever come at all?’ I asked her, not in an ironic manner. Actually, I liked her shy, gleaming eyes. There was something about her that was particularly soothing to me that day.
‘Yes, it will. We believe that the fulfillment of God’s word will soon be completed. That’s why our congregation is engaged in spreading the impending events for the world,’ she said, looking away from my stare.
‘I see. Tell me, how are you so sure about this?’ I said trying to sound interested.
‘It’s all in the Bible. Do you have one?’
‘There’s one at home, but I’m afraid I haven’t touched it for years. Actually, I hardly understood the few passages I have read,’ as I said this I did not realise that I could not take my eyes off our her beautiful face features.