sábado, 24 de agosto de 2013

DANI (2013)





       Una niebla fría desdibuja las formas de unos chicos que están sentados debajo de un toldo a la puerta de un negocio de comidas que solo se abre cuando hay un partido en el GasómetroLa avenida Cruz a la izquierda, ya sin las franjas de pasto que arrancaron las obras del Metrobús, parece ahora una pista de carreras de una competencia en la que muchos –incluidos especialmente estos que se juntan debajo del toldo-- no podrán participar.
      El barrio, así como está, es como un refugio. Creo que así lo han visto siempre los de este grupo que nacieron en este barrio y otros de su misma generación. De tanto en tanto unos policías vestidos de verde con armas largas aparecen por el lugar, pero los del toldo saben qué hacer en estos casos. Verlos allí te hace pensar que para ellos nada importa ya. Nada, excepto quizás lo que pudieran conseguir para ellos mientras estén dando vueltas por ahí.
     A uno de éstos, que le dicen Pekerman, se lo llevó la policía, según comentan los vecinos. La última vez que lo vieron deambulando por el barrio fue alrededor de la última navidad, cuando aparecía con cosas que afanaría en las inmediaciones. Lo más común --según decían-- era que le arrebataba las mochilas o las carteras a la gente que viajaba sentada en el último asiento en los colectivos, junto a la puerta de atrás. Al descender la última grada, Pekerman estiraba la mano y en un abrir y cerrar de ojos corría como loco con el botín para perderse en las penumbras intimidantes del barrio.
       Podría decir que yo he aprendido a perderles el miedo. Cuando llego tarde a casa y paso por el toldo, los miro disimuladamente como quien mira todo alrededor. Reconozco a los del grupito, durante un tiempo son más o menos los mismos. Escucho a veces mencionar el nombre Pekerman pero no sé cuál es, si se encuentra ahí entre ellos.  En realidad, los integrantes van cambiando; siempre se suma temporalmente alguno que es desconocido en Charrúa. Si no se los observa con detenimiento no se los distingue: es que se ven todos iguales con esos equipos de gimnasia amplios y la infaltable gorrita de pato, debajo de la cual, las carnes de las mejillas están secas y los pómulos se afilan.
       Pienso en las conversaciones que se dan en mi trabajo sobre la inseguridad. Mis compañeros de clase media viven en lugares que se supone eran mejores hasta que la delincuencia y el miedo llegaron también. Esta gente no duda en decir que la policía debería andar con una ametralladora y cagar a tiros a los chorros. “Hay que matarlos a todos”, y lo dicen con tal naturalidad que uno se pregunta en qué creerán o qué valores les habrán inculcado. He discutido con ellos acaloradamente por esta  mirada despiadada. Todo, para que un vecino del barrio me contara hace poco cómo entraron a su casa y se llevaron sus cosas, y que, por eso, dijo puteando y mirando desafiante hacia aquel rincón del toldo estando el grupito allí, iba a comprar un arma para tenerla lista la próxima vez que se metieran con él.
       Ya no salgo mucho a la vereda como antes. No queda ya gente conocida para charlar; ni siquiera tiene sentido estar ahí afuera para chusmear qué gente nueva hay en el barrio. Los inviernos entonces se hacen más desolados y solitarios. Y la presencia de este grupito no hace las cosas para nada mejor.
        Al principio de los años noventa, Charrúa todavía conservaba cosas del barrio en el que nací y crecí, si bien de a poco iba transformándose en un lugar distinto de lo que muchos imaginábamos se iría a convertir. En esos años vivía cerca de casa un tipo que, por las habladurías de los vecinos, era de los pioneros con el tema de la droga. No tengo idea de si sólo consumía o también vendía. De todos modos, en el pasado este asunto consistía en historias aisladas, envueltas en un manto de misterio; y quienes estarían involucrados eran personas muy raras, como poseídas por una especie de poder maligno. ¡Cómo han cambiado las cosas! Hoy en día uno se da cuenta de la presencia de la droga tan solo con pararse a tomar un poco de fresco en la vereda; es algo tan cotidiano como una señora que sale a barrer.
       Pero estaba recordando los primeros años de los 90s, cuando Charrúa todavía se parecía al barrio que fue. Este tipo al que me estaba refiriendo tiene un hijo: Dani. Como la familia vivía cerca de casa puedo decir que conozco a Dani desde que nació. He visto a su madre llevarlo en brazos, envuelto en esas mantas para bebés. Pronto Dani era un chiquito más que corría por los pasillos gritando con sus amiguitos. Recuerdo especialmente una ocasión en que salió de su casa con una toalla atada al cuello cantando la canción de la vieja serie de los sesenta de Batman. Jugaba con otros nenitos a que peleaban haciendo el ruido de los golpes y todo eso.  Ese día, no sé por qué yo estaba medio bajoneado, había salido a la vereda para cortar con la sensación de opresiva que me producía estar encerrado en casa. En la vereda sin darme cuenta me quedé mirando a Dani, que estaba jugando al superhéroe, y mi melancolía se disolvió en una sonrisa. 
     Años más tarde, Dani ya había entrado en la adolescencia. Por aquellos años había un programa de televisión local para adolescentes llamado Rebelde Way que estaba de moda, con esos chicos y chicas de casting, muy lindos, en sus típicos enredos sentimentales. Como nos conocíamos de siempre, con Dani nos saludábamos cuando nos cruzábamos; buena onda, sólo eso. Un día empecé a decirle cada vez que me lo encontraba “¡Eh, Rebelde Way!” porque Dani había adoptado cierto peinado de moda, como los de los personajes de aquel programa juvenil. Entonces Dani automáticamente me respondía lo mismo: “Eh, Rebelde Way”. Y así, nuestra limitada relación quedó reducido a aquel saludo tonto.
     Pasaron unos años más y las sonrisas de ternura se convirtieron en recuerdos lejanos. Las banditas de adolescentes que paraban en las esquinas en medio de una nube de marihuana iban sucediéndose una tras otra, ya sea porque la vida de esos chicos terminaba demasiado pronto, o porque se comentaba que se los llevaba la policía, o por alguna razón que no se llegaba a saber con certeza pero que se podía intuir. Las drogas también se iban haciendo más perversas y las consecuencias peores. Pronto empecé a ver también que Dani empezaba a juntarse con los de esas banditas que paran debajo del toldo. Cuando yo volvía del trabajo y pasaba cerca de ellos escuchaba el "¡Eh, Rebelde Way!" Y por un tiempo yo le contestaba lo mismo, como era nuestra costumbre. Luego cuando noté que Dani se involucraba más y más en los movimientos de los del toldo --debo decir que no sin culpa-- empecé a ignorarlo.
       Hace poco, una noche volvía a casa con los auriculares del celular escuchando música. Pasé cerca del grupito, y el hecho de estar “enchufado” era una buena excusa para "ignorarlos" totalmente. Pero mientras me acerco a la puerta de casa siento que una voz detrás de mí viene diciendo algo. Me doy vuelta y veo a Dani que viene casi pisándome los talones. Con la luz débil de un foco que iluminaba el pasillo, me sobresalté al ver su cara, la verdad es que metía miedo. Evidentemente estaba drogado con algo peor que el porro, cuyo olor emanaba sus ropas.

        --- Che, Rebelde Way, dame plata.
     
      Iba a contestarle algo, pero decidí quedarme callado y fingir que no lo había oído; me di vuelta y seguí caminando. De pronto siento un manotazo que impacta con gran violencia en mi cabeza por detrás. Me detuve sin saber qué hacer ni decir, estaba shockeado. 

      ---¿Qué? ¿Me vas a denunciar a la policía, la concha de tu madre?

       Hice lo posible por no reaccionar de ningún modo. Creo que no tenía sentido. Sabía que sus amigos estaban ahí cerca, ellos no tenían nada que perder. Pocas veces me había sentido tan impotente y alterado. Alcancé a ver la cara lívida de Dani, ensombrecida por la visera; él deformaba la campera estirando las manos dentro de los bolsillos, estaba tenso, listo para atacar de nuevo. Sin embargo, dio media vuelta y regresó al rincón aquel debajo del toldo junto a los otros. Entré a casa, cerré la puerta con llave y me fui a dormir.

      Poco tiempo después, cuando compraba en el kiosco multirubro de la esquina al que suelo ir, la chica que atiende que siempre me cuenta cosas que pasan por ahí me dijo:
   ---¿Te diste cuenta de que la esquina está más tranquila últimamente?
  --- Puede ser, ya no se ve tanto a la bandita esa que para ahí en el toldo. Bueno, ahí están algunos ahora pero no los conozco a todos.
   --- Es que dicen que se llevaron a Pekerman.
  --- Sé que a uno de esos que le dicen así pero la verdad que no sé quién es.
    ---¡Pekerman! ¿Cómo no lo conocés?
    --- No...
    ---¡Dani!  ¿Cómo no lo conocés...?







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