viernes, 26 de diciembre de 2014

EPISODIOS DE LA ALDEA A UN SOLO CLICK vol. 2

                         
Hacer click sobre los títulos:

         
                                               



                la previa de la historia final...      LA NOCHE DE LA VISPERA                                     

                                             


...yo deseaba ver algo especial o maravilloso; no sabía exactamente qué, pero algo como lo que ocurría en esas antiguas películas de ciencia ficción que pasaban en... 

¿QUE OCURRE EN LA CALLE CUANDO TODOS ESTAN DURMIENDO?






A Estela le horrorizó saber que sus jaquecas empeorarían, pero nunca se le dio por inquirir sobre las asombrosas precisiones del caso. Esa mujer de trenzas lo debía de saber todo por sus poderes.

                                                                                                     LA ÑUSTA
                                          




Pero esto de ir a un puterío no, no estaba en su plan.  Y ya no había vuelta atrás...

EN DIRECCION CONTRARIA








Sabía que sus amigos estaban ahí cerca, ellos no tenían nada que perder. Pocas veces me había sentido tan impotente y alterado. Alcancé a ver su cara lívida ensombrecida por la visera.

                                                                                                   DANI







No lo intenten en casa...

UN RATO DEBAJO DEL TOLDO DE PEKERMAN









El incidente pasa como si nada, las mujeres siguen curioseando y haciendo revolver la mercancía. El circo lleva ya tres años apareciendo por el barrio; lo hace con una frecuencia de cada dos o tres meses.


COSAS QUE PASAN CUANDO VIENE EL CIRCO







domingo, 26 de octubre de 2014

1985



[...]

…eh, te estás durmiendo--, le dije a Gustavo, dándole un golpecito en el hombro. Él dejó de cabecear  y me miró con los ojos entrecerrados por un instante, como si no me reconociera. Me reí y le dije ---Estás cagado de sueño. Tenemos que terminar de resumir sí o sí.
  --Es que anoche salí a bailar y casi no dormí.
  --¿A dónde fuiste?
  --Sein Tomas. 
  Saint Thomas era el boliche de moda. Todos hablaban de ese lugar en el colegio. Yo nunca había ido, sólo conocía la entrada, que era en Avenida La Plata al 700.
  --Ah. ¿Y… qué tal?--. Creo que se notó que el tono de mi voz había decaído un poco: eso de ir a un boliche era un mundo extraño para mí. 
  --Me levanté una mina. ¡No sabés cómo me dejó!-- dijo, sacudiendo un poco la cabeza como si no lo creyera. En sus manos las dos hojas de carpeta con nuestro resumen para dar una clase oral en equipo al día siguiente se maltrataron un poco. Se las arrebaté y traté de alisarlas con el canto de la mano. De repente, Gustavo se dio un golpecito en la frente: --Uuh, la tengo que llamar.
     Lo miré como si me acabara de confesar que había matado a alguien. Levantó la vista hacia el reloj sobre la pared de la sala y dijo como para sí: --Ah no, a esta hora no está.
     Volvió al estado de modorra que tenía antes de que me contara lo de St Thomas, el boliche al que había ido la noche anterior donde conoció a una chica. Pero ahora inquieto estaba yo.         
   --Y…che… contame… --le dije. Gustavo me miró a la cara después de lo que me pareció todo el tiempo que nos llevó hacer el resumen.   Tenía una sonrisa insólita, seguramente por la cara que yo estaba poniendo.
  --Me parece que vive cerca de acá, por lo que me dijo. En la calle Cabaret de Pompeya-- me dijo, simulando recuperar el interés por las hojas del resumen que ahora era lo más aburrido del mundo.
   --¿Cabaret?-- dije escandalizado-- ¡A dónde fuiste anoche!  
   --Sí, es lo que me dijo. Después averigüé y me enteré de que es cerca de acá. ¿No estamos cerca de la Iglesia de Pompeya?
     --Sí, más o menos. ¡Ah...! ¡Pero debe ser la calle Tabaré!
   --Claro, tenés razón... 
      Y le escuché esa risita que tenía cuando hacíamos boludeces en el aula.
    -- Che, y… ¿qué… qué pasó?
   --Esa canción que te gusta a vos, la de UOM… o “uan”, o no sé cómo carajo se dice…---.
    Por  los gestos o la postura, Gustavo parecía ahora haberse trasladado a la noche anterior, que era sábado, a ese boliche.
  --¿Cuál..?—le pregunté ahora con voz casi exasperada. UOM me sonaba a la Unión Obrera Metalúrgica, así que no tenía la menor idea de a qué canción se estaría refiriendo. Presioné:  ---Me gustan muchas canciones, no sé, boludo. ¿Cuál? ¿Qué…pasó?
    En situaciones normales, en decir, en el aula, me hubiera cagado de la risa por la forma en que este movía la cabeza y arqueaba las cejas mientras tarareaba le melodía de saxo de Murmullo Descuidado de Wham
  --Había un grupito de tres minas—  comenzó por fin a contar con el ademán de leer y releer las dos miserables hojas de carpeta que teníamos---  que estaba enfrente de la barra, donde estaba yo. Dos de ellas se fueron por ahí y una quedó solita en la barra. Un par de flacos se le acercaron para sacarla a bailar pero rebotaron. Creo que esta ya me había visto. Yo estaba parado ahí enfrente, como te dije, en las gradas… ¿Conocés el boliche?
   --No, nunca fui…
   --Y ahí comenzaron los lentos. ¿Sabés  qué son los lentos, no?
    Por supuesto que sabía pero debí haber reaccionado como si me hablara de la marcha fúnebre. Gustavo se tapó la cara con las hojas de carpeta y sacudió la cabeza; las bajó y continuó la  historia. 
  --Bueno, cuando empezaron los lentos, que son las cancioncitas románticas (dijo esto con una vocecita burlona), yo me fui a sentar. Viste, no es tan fácil. Los que se mandan a bailar son pocos, los que se tienen confianza. En mi ciudad, que no es un pueblo como vos decís, en cambio, te mandás y ahí nomás bailás.
   --Claro, pero ¿qué pasó?
  --Ahí vuelven las otras dos amigas. Las tres ahora se reían, se abrazaban, bailaban entre ellas… ya sabés cómo son---.  Se interrumpió e hizo un gesto con la mano como diciendo “¡qué vas a saber vos!”, y continuó: ---No sé qué habrán cuchicheado pero a partir de ese momento, la que había quedado sola que te dije, la de la barra, me empezó relojear, y yo a ella. A las otras, vino un flaco y se llevó a una, después otro se llevo a la segunda, y ésta quedó otra vez solita.
  --¿Cómo se llamaba?
  --Pará, pará.  Y ahí empieza la canción esa---, y tarareó de nuevo la misma melodía; esta versión fue más desorejada que la primera--- ¿Cómo se llama esto?--- me preguntó entusiasmado.
  ---Murmullo Descuidado, del dúo Wham. Cuando te la hice escuchar en la división me dijiste que era música de putos--- dije, un poco acusador [me acuerdo de que le había pedido prestado el walkman al gordo Pablo].
  ---En general. Pero en un boliche es otra cosa. A las minas les encanta. Bueno, esta se puso a cantarla. Ahí me acordé de vos, bah, es que también la están pasando siempre en la radio. ¡Me la tenés que grabar!
  --Yo la grabé de la radio. ¿Y...? Pero ¿qué pasó?— me desbordaba la curiosidad.
  --Me acerco y… ¡ya estábamos en la pista!
  --¿Pero qué le dijiste?
  --¿Qué le voy a decir? ¡Uf, qué pregunta! ¿Nunca fuiste a bailar?
    Respondí con un gesto qué pretendía decir “¡Vamos, cómo no voy a ir a bailar!”. Mi compañero de división no inquirió al respecto pero eso significaba seguramente que no me creyó. Giró un poco sobre la silla, tomando de la cintura a alguien imaginario, cerró los ojos y canturreó nuevamente la canción. Parecía mi mi mamá cuando imitaba lo que yo escuchaba en casa.
 --Mirá, creo que esa canción ahora me gusta menos. ¡Contáme qué carajo pasó de una vez!
   Gustavo quedó con los ojos cerrados en un ademán de que empezaba a dormitar otra vez.
 --Bueno, sigamos con esto entonces. No nos falta mucho--, dije agarrando las hojas de carpeta.
 --Che, ¿me puedo tirar a dormir un rato, en tu cuarto? Boludo, no doy más del sueño. Después seguimos o… no sé. Para mí este resumen de mierda ya está. Con las láminas y lo demás ya está…
 --Sí, no hay problema, total mi hermano vuelve como a las diez. Pero se va a hacer tarde…
   --¿Es peligroso el barrio?—preguntó, mirando otra vez el reloj sobre la pared.
  --Para nada [en 1985, no lo era]. Vamos.  Tirate en mi cama, pero antes contame algo de anoche, guacho.
  --Bueno, descansemos un poco y te cuento--. Se desperezó--. Después terminamos esto y me acompañás a la parada.
   --Listo, dale. ¡Pero contame, eh!

   Entramos al cuarto. Tanto la cama de mi hermano como la mía estaban deshechas. Como mi mamá estaba de viaje en su pueblo en Bolivia, teníamos las cosas desordenadas, las camas desarregladas. Gustavo señaló el pequeño radiograbador que teníamos sobre la mesita de luz entre las dos camas.
  --¿Tenés la canción esa?—preguntó después de hacer gemir el catre de mi cama aterrizando de espalda. 
   --¿La de Wham?
   --Y, sí. De Maiden no creo que tengas.
  --Mirá-- le dije y señalé un poster del disco “En vivo después de la muerte” de Iron Maiden pegado en la puerta por mi hermano.  
  --Claro, de tu hermano. Se me hace que él y vos son el día y la noche. Decile que te lleve a bailar.
  --Es dos años menor —le dije, y le contaba de otras bandas que escuchaba mientras, sentado sobre la cama de mi hermano, revolvía el cajoncito del velador para encontrar un cassette TDK.  Lo puse en el grabador y busqué la canción de Wham con las teclas de avance y retroceso.  Apreté play y se escuchó una canción que se interrumpía abruptamente por la pisada de otra grabación con la voz de un presentador que decía “descuidado”; y la canción de la historia de Gustavo inundó el cuarto. Este se cubrió la cara con los antebrazos cruzados y me pidió que apagara la luz.  Le hice caso. Me recosté sobre la cama de mi hermano e insistí por enésima vez:
  --Ahora sí, ¿podés contar de una vez por todas que pasó con esa chica?
   Pero no había caso, Gustavo se empecinó en canturrear la canción en un inglés infernal. Algunas partes las decía con unas frases en "spanglish" desopilantes que rimaban de algún modo con las palabras en inglés. Lo poco que yo sabía de este idioma era lo que aprendíamos en clase. En cambio, este pibe... Me gustaba tanto esa canción que había buscado la letra por todas partes, hasta que la encontré en el número de julio de 1985 de la revista Toco & Canto; luego la traduje palabra por palabra con un pequeño diccionario bilingüe que era todo con lo que contaba en esa época. ¡Quién sabe cómo habrá sido el resultado! Pero al menos tuve una idea de lo que decía la canción.
  --Ya veo que llega tu hermano y nos encuentra en la oscuridad escuchando UOM--- dijo Gustavo riéndose. Yo ya estaba resignado,  este no iba a largar prenda de su noche en St. Thomas.
    --Se  va con los amigos, siempre vuelve tarde.
  Antes de que terminara completamente la canción de Wham, empezó pisándola  “Perdiendo el control” de Miguel Mateos/Zas también con el resto de la presentación del locutor.
   ---Y vos Joaquín, ¿por qué no tenés novia?
   Fingía que no lo escuchaba. Acostado con una pierna flexionada, me puse golpear mi rodilla al ritmo de canción de Miguel Mateos.
  ---Eh, ya tenés 17, me parece que…¿no?---. En la “o” de ese “¿no?” se marcó la ondulación del tono de su pueblo. Su ciudad, perdón. El cuarto no estaba completamente oscuro porque entraba un poco de luz de los últimos rayos del sol de la tarde atravesando la cortina de la ventana que daba al patiecito de casa. Distinguí  la cara de Gustavo,  acostado como estaba en la otra cama, mirando hacia mí, esperando a que respondiera. Pero yo me puse a cantar imitando a Miguel Mateos: “Perdiendo el control…oh oh oh…”
   ---Contame, está todo bien conmigo.
  ---Si te dibujo sin rostro / es porque amo tu interior, sí, lo amo…
    Mi imitación era también terrible.
   ---Porque nunca contaste…¡ hmm!
  Y con la canción empecé a pisarle cada palabra que intentaba decirme, cantando cada vez más alto.
  ---¡Ah, la venganza! ¿no guachito?—dijo, incorporándose.
  Yo seguía tapándole lo que decía y me cagaba de la risa al mismo tiempo. Hasta que, un segundo antes de que Miguel Mateos cantara “¡Una puerta más que hay que abrir a golpes!”,  Gustavo voló hacia mí desde la otra cama y se me puso encima a horcajadas, al tiempo en que me pegó repetidamente en el pecho como si yo fuera la puerta que mencionaba la letra. Yo me atajaba y me retorcía de la risa por los golpes en broma. Tengo cosquillas en todo el cuerpo, por lo que el juego era  como una tortura feliz.
  ---Basta, boludo— le decía, deshaciéndome de la risa.
  ---Ah sí, ¿eh?
  ---¡Basta, por favor, basta!
  Intentaba quitármelo de encima pero sus represalias recrudecían. Me acribillaba con la punta de los dedos en las axilas y en las costillas laterales rápida y aleatoriamente. Ya me empezaba a acalambrar de la risa pero Gustavo no escuchaba mis ruegos. Para sacármelo de encima le hice una de las barbaridades que los del aula le hacían a un chico que era amanerado.
  ---¡Uh! ¡Qué hijo de puta!
   En eso, de pronto se encendió la luz del cuarto. Los dos miramos hacia la puerta.  Desde la posición/situación en que me encontraba, distinguí la confusión en la cara de mi hermano cuando habló, asomando la cabeza:
 --Che, me quiero cambiar…

[…]






Cuando cruzaba la avenida vi que una mujer  venía caminando a media cuadra de distancia en sentido contrario. Tenía un parecido a una chica que conocí en el pasado. A medida de que esta mujer se acercaba, recordé a quién se parecía: Julia, la chica con la que salía Gustavo, un compañero del secundario; estoy hablando de hace unos treinta años. Lo poco que podía ver del rostro de esta mujer extraña que caminaba mirando hacia el piso hizo que se revelara una especie de película en negativo que permanecía en un rincón de la memoria, o en mis retinas, por haber observado largamente a Julia en una ocasión en que había acompañado a Gustavo a la casa de ella, en la primavera de 1985, un poco después de la fiesta de la Virgen de Copacabana de mi barrio.  Este Gustavo había empezado a salir con ella hacía poco, y para poder ir a su casa inventaron que los tres éramos compañeros del mismo colegio y que teníamos que estudiar juntos y demás.
     Cuando esta transeúnte pasó a mi lado, la miré a la cara sin disimulo, como si hubiera querido confirmar que se tratara de aquella Julia. Pero no era ella, o al menos no parecía. Creo que la novia de Gustavo no habría envejecido así, con con los ojos hundidos y la expresión de haber transitado un camino de vida plagado de sinsabores. No era esta mujer de seguro; sin embargo, algo en su forma de moverse, luciendo una blusa que exponía sus brazos blancos al sol insistió en traerme la imagen de la novia de Gustavo, como la recuerdo de la tarde en que nos juntamos los tres en la terraza de su casa, en la calle Tabaré, que yendo desde mi casa, estaba tras las vías del Belgrano Sur,  cruzando el gran campito de la cancha de Crespo.

  ---Espérenme un poquito, ya vuelvo--, nos había dicho Julia. Y estando ella de pie detrás de Gustavo, que estaba sentado, inclinó el cuerpo hacia adelante para besarlo en la boca, para lo cual él tuvo que echar la cabeza hacia atrás. Miré cómo los cabellos ondulados de ella cayeron hacia delante, cubriendo la cara de ambos durante el beso; miré con una mezcla de fascinación y ansiedad por no ser yo el besado.
  --¿Y tus viejos?
  --Están viendo la tele, no van a venir acá. Ya le dije a mi vieja que yo llevo la ropa de la soga más tarde. 
   Cuando quedé solo con Gustavo en la terraza, este se levantó y se acercó a la  baranda, y miró abajo, hacia la calle. Por entre las copas en crecimiento de los árboles de la vereda,  se recortaban las figuras de las casas más altas de Charrúa del sector C (el que linda con las vías del tren). Gustavo alzó la vista y miró también hacia el barrio, y se quedó contemplando en esa dirección, apoyado contra la baranda con los antebrazos sobrepuestos. Sentí curiosidad por saber en qué estaba pensando. Miré hacia la escalera para ver si Julia regresaba y volví la atención hacia mi amigo, quien rompió el silencio:
  --Che, el otro día te decía que quiero mudarme acá, a la capital. ¿Te acordás? Venirme desde Lomas todos los días es un quilombo. Me cuesta levantarme temprano. Tengo tantas medias faltas [en el colegio por llegar tarde a clase] que en cualquier momento voy a quedar libre…
  --¿Ah si? ¿Y a dónde te mudarías?
 --Por acá no estaría mal. Al colegio tenés media hora o un poco más, si no me equivoco.
 --¿Por acá?
 --Sí, y además está la Ciudad Deportiva de San Lorenzo, no tendría que viajar para venir a las prácticas. Y también ahora porque…--. Se interrumpió: Julia había regresado con una jarra enorme de jugo de naranja que retintineaba por los cubitos de hielo y con unos vasitos.
 --¡Eh, genia! --, exclamó Gustavo.
 --Esperen que falta algo más— dijo Julia, depositando estas cosas sobre un cajón de manzanas cubierto con un mantelito que hacía de mesita. “¡Vaaamos!”, festejó mi amigo. Ella volvió a dejarnos por un momento, y pareció que habíamos olvidado el tema del que hablábamos.
 --Me decías de mudarte por acá, para que te quede más cerca el cole, por lo de las prácticas en San Lorenzo… -- dije.
 ---Ah. Y bueno, quisiera estar cerca de Julia también
  Gustavo vertió jugo en los vasos, tratando de que no cayeran muchos cubitos.
 ---Va en serio el asunto…
 ---Estoy re metido. De verdad.
 ---Sí, es buena idea. Por acá te quedaría todo más cerca--, dije con la mirada perdida en los vasos, creyendo que el sol intenso de la tarde fundía rápidamente los cubitos de hielo.
 --Además, no me estoy llevando bien con mis parientes con los que vivo en Lomas. 
    Hubo un silencio largo, en el que se intensificó el canto de los pajaritos en los árboles próximos; era un silencio raro, como premonitorio, aunque que no sabía entonces de qué.   Pasó el tren por adelante de las casas de mi barrio con su inexorable y rítmico traqueteo, y el bocinazo que lanzó nos rescató de ese momento.  
   Intentamos retomar la conversación; nos superponíamos pero se impuso Gustavo:
 ---Acá nos falta música nomás y estamos como queremos, ¿no?
   Yo asentí, forzando una sonrisa. Dios sabe que treinta años atrás, las cosas más simples y sencillas, como la música, una presencia entrañable, un día de sol, todo me alcanzaba y sobraba para ser feliz.  Y como si Julia nos hubiera escuchado, reapareció con una bolsita de galletitas Variedades y un radiograbador AIWA que enchufó a un toma cerca de la entrada a la terraza. A más festejos de mi amigo, siguieron más besos entre ellos y el feroz ataque al refrigerio que Julia puso sobre la mesita de cajón de manzanas. La primera canción que sintonizó Julia en la radio fue Duele estar enamorado”, de Gino Vanelli, tal como lo anunció el locutor, pero Gustavo dijo “Sacala, sacala,  ¡es muy bajoneante!” “Ay, ¿por qué? A mí me gusta…” protestó Julia.  La siguiente canción que salió tras girar el dial fue “Relax” de Frankie Goes to Hollywood. Julia y Gustavo se pusieron a bailar y a cantar, aunque lo único discernible que repetían era el título. Yo miré hacia mi barrio por un instante y se me ocurrió que no solamente me encontraba como en otro país sino que era una especie de polizón en un mundo que seguía entonces siendo extraño para mí. La pareja interrumpió el baile con un beso y un abrazo que duró incluso hasta que a "Relax" le siguió otra canción totalmente distinta, más apropiada para los arrumacos de ellos.
 ---¿Puedo pasar al baño?-- le pregunté a Julia mientras ella tenía soldada la cara en el cuello de mi compañero. Ambos se mecían en un lento giro; las manos de él reposaban en las caderas de Julia, y las de ella en los hombros de él. Bueno, esa canción era de ellos ahora. ¿Y acaso no era también una canción bajoneante? Tomé el último anillo glaseado del paquete de las Variedades y lo partí en la boca; creo que si esa galletita hubiera sido de metal se habría partido lo mismo. Insistí con la pregunta del baño. De un hombro de Gustavo  --al que el giro lo tenía de espaldas a mí--, Julia despegó la mejilla para mirarme. Estaba extasiada. Me dijo casi en un suspiro que el baño estaba abajo, al pie de la escalera. Mientras bajaba oí el solo de saxo de Murmullo Descuidado”. Tal vez si insisto en escucharlo cuando esté por quedarme dormido pueda volver a percibir la melodía de la misma forma.
   Mientras orinaba litros de jugo con los cubitos, obsesionado como soy con las canciones, con las letras, pensé en la traducción que yo había hecho de este tema, "Murmullo Descuidado", que llegaba hasta donde estaba:

 “Me siento tan inseguro/ al tomarte de la mano para llevarte a la pista / Y mientras la música muere/ algo en tus ojos/ me recuerda los tristes adioses de las películas…”

   Todavía hoy  –me refiero al presente, en el que dejé a esa transeúnte  atrás mientras seguía caminando hacia mi trabajo--, no entiendo por qué en ese momento creí que esa canción de Wham era como un presagio sobre lo que vendría después, un después que se ha extendido hasta el hoy. Sí, ya sé que es algo absurdo, como cuando el lunático de Charles Mason creyó escuchar macabras instrucciones en las canciones de Los Beatles. Del mismo modo, yo creí entender a qué se refería la canción; aunque los hechos me desconcertaban un poco. Porque este Gustavo, inseguro no era, si no ¿cómo se habría animado a acercarse a Julia, ahí en St Thomas, para sacarla a bailar? Ah, pero estaba con las amigas, así tal vez se sentiría observado. ¡Y bailar un lento no era una ciencia! Si la mina acepta es porque ya la ganaste en la parte de las miradas. No sé, lo imagino así; yo nunca había ido a bailar hasta poco después.
    Y cuando en mi delirio continuaba extrayendo revelaciones del resto de la letra, salpiqué un poco de orín en una pierna del vaquero. ¡Qué me importa! ¡Total estos dos están en otra!
    Cuando volví a la terraza, Gustavo y Julia estaban de pie junto a la baranda, como contemplando la formas desparejas de las casas de mi barrio, que se asomaban por sobre el terraplén del tren a dos cuadras de distancia, cruzando la canchita de Crespo. Ella le estaba diciendo con una cara de desencanto:
   --¿A ese barrio de bolivianos tenés pensado ir a vivir?
  Gustavo no pudo disimular la seña de advertencia que le hizo; yo había reaparecido por detrás de Julia. Ella debió darse cuenta porque se apresuró en continuar hablando para dejar la cuestión atrás. Mi amigo la interrumpió, un poco nervioso:
   --No, es una idea por ahora. No sé bien dónde, pero sería por aquí, para que estemos cerca.

   Ahora entendí por qué Gustavo se había detenido a leer un cartelito que había en uno de los kioscos de mi barrio cuando salimos de casa para venir a la de Julia en la calle Tabaré aquella tarde. También, al bajar por la ladera del terraplén, cuando veníamos por un senderito en el pasto,  él  me había preguntado sobre los cuartos que estaban en alquiler en el barrio, si estaban buenos. Habló de cómo podría utilizar el dinero que le depositaba su familia desde su pueblo en el interior.  

[…]








Nota: Debido a los comentarios que me hicieron algunos lectores, que son fans de la serie argentina "Graduados", retiré el comentario original que aparecía en este espacio. No quise despreciar a aquella serie, sino decir que quería evitar su influencia al momento de escribir puesto que ya que tenía la idea del proyecto 1985 dándome vueltas en la cabeza. El proyecto no está terminado aún. Y aclaro una vez más que aunque está narrado en primera persona no es necesariamente mi biografía.



Vaquero: pantalón de jean.

El sector C del barrio que asoma por sobre el terraplén de las vías se menciona en la historia CHARRUA, ODISEA EN EL FUTURO en esta colección. Otro cuento relacionado:  AYALA (hacer click en los títulos)

Escuche (click sobre los títulos)
"Perdiendo el control" de Miguel Mateos/Zas, banda de rock argentina.
 "Duele estar enamorado"(It hurts to be in love) de Gino Vanelli
 "Relax"de Frankie Goes to Hollywood
 "Murmullo descuidado" (Careless whisper) de Wham
































domingo, 27 de julio de 2014

THE FLAVOUR OF MEETING 2 (El sabor del encuentro 2)


The TV advertisement showed a succession of rapid scenes of groups of people in front of TV sets and crowds congregated before huge screens in the streets. In living rooms, in bars, everywhere, people were watching a national selection match; they were holding the national flag, some were even wrapped in it; they clung to one another in anxiety, their faces bursting with joy as they jumped, wincing at the rival team’s counterattack.  And at the background of these flashing-by scenes, there was a crescendo of triumphal music that climaxed into a slow motion-going-still close-up of a fair-haired boy kissing the Argentinean flag and raising his eyes to heaven. The beer trademark motto that crowned the ad read “The Flavour of Meeting”

Leaving the TV set on, Raul rose from his chair, walked past his mother, who was arranging her hair in a plait, and went out to the street. The Football World Cup Championship was only a week away, so he must manage to get a big Argentinean flag to hang from his house front window. But not those cheap, plastic flags that some shops gave out as freebies; no, it had to be a real flag, like the one that waved in the middle of his schoolyard. He must not fail to support the dreams of glory for his country.  Everybody celebrating in communion, everywhere… It seemed that nothing else mattered to him.

Raul took his savings from his pocket, counted the roll of two and five pesos bills and a handful of coins, and a smile of satisfaction brightened his Indian features: not only was there enough for a decent flag but he could also buy himself an imitation selection T-shirt. He walked away from the slum where his house and his friends belonged in and made for the commercial street that glowed ahead in the dusk.

The long-awaited day of the national selection debut had come at last. Raul and his family were at home, waiting for the TV broadcasting to begin. The effect of the never-ending string of ads picturing people in eager anticipation of the outcome was infectious. Raul’s little sister --a tiny resemblance of his humble-looking mother-- on watching the ads, remarked just out of plain naivety, ‘Why don’t they show my neighbourhood as well? Everybody around here is as crazy about the championship, too.’
    ‘Why should they? You know nothing about football,’ replied Raul and waved her mute, for the match was about to start.

The girl pulled a face of puzzlement at his brother’s reaction. This time his mother spoke, since she had surveyed her adolescent son from head to toe: Raul was wearing a brand-new T-shirt which read Messi on the back, but the tennis on his feet were as shabby as usual.
     ‘Son, weren’t you going to buy yourself a new pair of tennis? Where are they?’
Raul pretended not to hear and approached the TV set to raise the volume but he could not get away from his mother’s ensuing sermon because of his insensible spending spree. Although the boy tried to make her see how important this championship was for him, his mother did not see the matter eye to eye. Particularly, when it came to his passions, her words all the more tasted of platitudes.
      ‘Raul, the World Cup won’t do much for you. It won’t pay for our food; it won’t buy you the clothes you need badly…’
      ‘Mom, you don’t understand because you aren’t Argentinean. But I am; I was born here. So let me enjoy this like everybody else does.’ He made another muting gesture with the hand and said, ‘This is the last ad!’
It was true, his mother thought: Raul could have been born in Bolivia, where she and her husband had come from, but Raul was born in this country. It was only natural then that he took pride in this fact. As this reflection crossed her mind, the last seconds of the sponsoring beer ad was on for the umpteenth time. And she saw all those people on the screen as arrested by the matches as her son was; but this time she happened to mind particularly what they looked like: no darkish complexions, no province-looking people, let alone looking like the members of the family. Had this fact not dawned on her when she first came to live in this city? Did Raul not get involve in fights at school because he could hardly fit in?  On leaving the room, she let out a careless remark:
       ‘It seems as if it wasn’t your country that is playing, Raul…’
She promptly regretted saying that; it did not matter anyway, for her son appeared to be all absorbed in the match. She acknowledged that football fans’ excitement exerted a stronger influence than the ties that bound a family.

The camera panned slowly across the stadium’s grandstands teeming with fans that wore their national’s colours; they were cheering and dancing and waving for the audience around the world; and down there, on the bright green grass that was the grail for the lovers of this sport, the football players stood in a row, ready to sing their national anthems. The ball was kicked off and two hours of worth shooting passionate scenes for an odd kind of TV ad, featuring Raul and his siblings in their uninviting home started too.  A far-fetched idea, real life though.

But the next time the national team was scheduled to play (the previous time had been a victory), a power cut left the neighbourhood in darkness just minutes before the match.  Raul and his friends, who had got together for the occasion, hollered aghast when the image of the stadium was cut off from sight. So after considering several alternatives, they dropped going to their relatives’ or friends’ houses and decided that, despite the chilly evening, they would watch the match in the nearest public place furnished with a screen.

Try as the group of friends might to make it as quickly as possible, they got to the public screen five minutes into the game. They were desperate; teams’ fortunes may change altogether in a matter of seconds! But they liked neither the available position nor the lack of seats. Raul then decided that they head for the nearest bar in the commercial street. Ordering a single beer there would cost them much dearer but at least they could watch the match comfortably.

Having run like mad along deserted streets, on entering the bar, they slumped over the only free table left that was in the farthest corner.  Nobody noticed their noisy entrance; the national selection’s goalkeeper had just saved his team. The anxiety made the group of friends turn a deaf ear to the waiter who was wanting to take the order.  A single bottle of beer, that was it, and they could watch the match.

During the game break (the score was still at a draw), the group of friends commented on the salient moments as anybody else who pretends to be a sports media specialist. The emptied bottle stood alone on their table while on other customers’ –the boys were amused to notice- there were assortments of different snacks and drinks. And looking beyond the tables, they saw a mobile-unit girl holding a microphone and being escorted by a cameraman; these were approaching the place where the friends were sitting.  ‘At least let’s comb our hair. She’s coming towards us,’ joked Raul.

Meanwhile, in Raul’s neighbourhood, the electricity supply had been restored. And as luck would have it, in Raul’s house his family happened to tune the presenter of a live TV programme contacting a mobile unit reporter to show what the Argentinean fans were making of the match. Raul’s little sister shrilled when she saw her brother sitting at a table with his friends in a crowded bar. The mother hushed the rest of the family. On the screen, the mobile-unit girl was standing next to the table where the group of boys was.
    “Let’s see who we have in here… Well, you’re not Argentinean, are you…?” asked the girl, putting her microphone close to Raul’s mouth. Promptly, his friends came in a huddle behind him, grinning and waving their flag excitedly at the camera. Raul’s family at home heard the presenter’s voice from the studio interrupt the girl:
    “Sorry, Paula, just show us Argentinean fans, the match is about to start…!”
     To the dismay of Raul’s family, the image shifted abruptly to another group of people whose appearance resembled much more those of the fans in the ads in rotation. They were not asked if they were Argentinean; the fact was taken for granted.

     The match ended in another victory for Argentina; Raul and his friends joined in the celebrations on the streets, oblivious of the sense of vicarious rejection that lingered in his family’s mood. Later that evening, the family was having supper.
    ‘Your voice has gone hoarse,’ pointed out the mother.
    ‘We came back all the way shouting and chanting with all the people. It was great!’  Raul replied. A related news report was on the screen.
    ‘I see. You are proud, aren’t you?’ said the mother trying to acquiesce her son’s attitude.  Her expression was telling. But she was not expecting what he added:
    ‘It is my country that played today, and it could be yours as well. Otherwise, why have you and dad come to settle down here?’ 

At that moment, the recurring beer ad was on again with all those fans that bore no resemblance to the likes of Raul, his family and friends. It was not just a matter of physical appearance, though; the lifestyles, the background settings, the TV programme presenters’ attitudes: everything struck this household as belonging to another country.
More ads like these came in succession. The mother had kept staring blankly at the TV screen. And then Raul heard she say:
   ‘You’re right, son. I do hope that you stick to your words even when this championship is over’.


viernes, 2 de mayo de 2014

EPISODIOS DE LA ALDEA A SOLO UN CLICK vol. 1

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Mi mamá había decidido que yo sería el representante de la familia en las reuniones de la comisión vecinal. Ya tenía diecisiete años y podía asumir esa responsabilidad...

                                                                 ¡PIDO LA PALABRA!  






Sin embargo, la Margot demostraba que se pueden burlar los estereotipos de lo indeseable. De hecho, todas esas habladurías de quiénes y cuándo se acostaron con ella denotaban vagamente algún sentido de proeza para los involucrados...

LA MARGOT








Si bien tenía una idea vaga de quién era Satán, no entendí por qué había dicho éso. Lo que me llamaba la atención era el libro que tenía en sus manos y que sólo el borde de las delgadísimas hojas fuera rojo...
                                                                                                          DESVELO          









¿Ven esa puerta de chapa roja sobre la que está prendido el foquito? Bueno, ahí vivió durante su infancia Wilson Oropeza, el actual presidente de la República de Bolivia...
                                                                                                     

CHARRUA, ODISEA EN EL FUTURO







...aunque parezca increíble, no era consciente  de lo que me inspiraba; sólo sentía que yo rebosaba entusiasmo, como tres sobrecitos de Uvasal vertidos en un vaso de agua al mismo tiempo, ignorante del mundo alrededor; no pensaba en el asunto, sólo ocurría, era puro, como cada encuentro...
                                                                                                                                   
                                                                                                                                                     1985





domingo, 20 de abril de 2014

COSAS QUE PASAN CUANDO VIENE "EL CIRCO" (1986)



   ---¡El circo, el circo!---, anuncia alguien en la calle. “El circo”, repiten excitadas las mujeres en las casas. Dejan por un momento las cosas que están haciendo --ya sea que estén pelando papas, refregando ropa o pasando la escoba por la sala-- y salen al pasillo común.   
     El circo no es tal en realidad sino una graciosa caravana que encabeza una madre cincuentona, a la que siguen sus dos hijos e hija, todos ellos adolescentes y bastante agraciados. Cuando alguien pregunta por qué les dicen “el circo”, tendrá la respuesta con sólo ver a esta familia aparecer por detrás de una esquina: la madre viene aplaudiendo y pregonando “¡ropa usada, muy buena calidad, ropa usada!”  seguida por los hijos en fila india moviéndose tambaleantes debido al peso de unos bártulos que llevan abrazados por delante. Por la forma en que se balancean uno se imagina que caminan por una cuerda floja; y con un poco más de imaginación se podría agregar música a la escena de la llegada de esta familia.
      
     La caravana esta vez se estaciona en la mitad del quinto pasillo. Los jóvenes depositan sus cargas en el piso, se estiran y flexionan sus extremidades adoloridas. Cuando las valijas se abren para revelar la preciada mercancía, la madre no necesita pregonar más; mujeres grandes y –sobre todo-- las jóvenes se arremolinan, expectantes.
       Es típico que existan recelos entre las familias de vecinos, absurdos orgullos y vanidades, en el sentido de  “nosotros no somos como ellos, somos más decentes,” o cosas por el estilo. Pero he aquí que el circo tiene la sorprendente capacidad de hacer que las mujeres que se juntan en torno de las prendas que la madre conductora levanta de las valijas parezcan olvidar sus rencillas. Incluso se dan opiniones sinceras entre ellas cuando alguna tiene la intención de comprar algo.
        Y no es sólo eso. Algunos dicen que cada vez que viene el circo, éste obra una especie de… magia en el lugar; porque dicen que siempre ocurre algo raro, extraño o que nadie se espera. Por ejemplo, la última vez que vino por el barrio, la lluvia que había estado cayendo sin parar desde la madrugada se detuvo para permitir la visita de esta familia. Luego continuó el resto del día. ¿Casualidad? Lo mismo había ocurrido en otras ocasiones. Otros dicen que se cumplieron las palabras de la madre del circo cuando dijo que si cierta vecina solterona --una que particularmente por este hecho suscitaba comentarios maliciosos-- le compraba un vestido que tenía para ofrecer iba a conseguir novio y casarse. Al mes de aquel insólito anuncio hecho a la solterona en presencia de un grupo de mujeres, no sólo se cumplió sino que el inmejorable partido que desposó a la solterona  además se la llevó a vivir fuera de Charrúa “con los argentinos del centro,” como dicen las comadres cuando se refieren al mundo exterior.
    
      ---Miren qué linda blusa, con este bordado de hilo dorado. No la van a conseguir en ningún lado--- dice la madre del circo, haciendo reposar la prenda entre sus antebrazos; gira lentamente exponiendo la blusa a los rayos del sol ante los ojos fascinados de las vecinas.
      Marisa, una joven madre soltera, observa cómo su vecina --una jujeña que no saluda a menos que la saluden a ella primero-- mira la misma blusa en la que ella ha puesto sus ojos. Pero la vecina que no saluda habla primero:
     ---Está muy linda. ¿Tendrá un talle como para mí?  
    Marisa simula que no ha prestado atención a lo que acaba de decir. Ella sabe que las prendas que trae el circo son oportunidades singulares; hay solamente una prenda por cada oferta, de manera que habrá que ver quién se queda con la blusa bordada.
     ---Ay, no. Tengo esta sola.
    Se produce un silencio incómodo y apropiadamente breve, que indica que, en todo caso, es mejor pasar a la próxima prenda oculta en las profundidades de las valijas. La jujeña, con quien Marisa apenas el día anterior tuvo un altercado porque esta última suele escuchar la radio con volumen alto, dice repentinamente que en realidad a ella blusas no le faltan. Y se inclina para estirar de una de las valijas otra prenda que es para mujeres realmente más jóvenes que ella, sin darse cuenta que el más chico de los muchachos del circo le clava los ojos en el revelador escote.  El orgullo de Marisa le dicta entonces que no se interese en absoluto por la blusa a la que renunció la jujeña, y procede a un sutil contra ataque diferido, diciendo que esa blusa bordada es en realidad para pendejas, “cosa que aquí ninguna es.” Quien así se resiste al sortilegio del circo que pacifica los ánimos puede esperar que le ocurra algo inesperado en cualquier momento.
   
    El incidente pasa como si nada, las mujeres siguen curioseando y haciendo revolver la mercancía. El circo lleva ya tres años apareciendo por el barrio; lo hace con una frecuencia de cada dos o tres meses. Nunca alguien les preguntó de dónde sacan esa ropa, que realmente es interesante y, sobre todo, accesible para los humildes bolsillos de los habitantes del barrio. Los de la caravana son siempre los mismos integrantes. Al hijo mayor y a la hija este año se les nota que terminaron de pegar el estirón. Extrañamente la madre, quien alguna  vez acusó tener 56 años, en algunas ocasiones parece más joven, en otras aparenta una edad notoriamente mucho mayor. Se enteraron de que sabe curar del empacho y del ojeo cuando le preguntaron por qué se la veía a veces sola por el barrio. Por eso, cuando alguien necesita curación para esos males sabe que para contactar a la madre del circo hay que averiguar por la casa de qué familia estuvo recientemente de incógnito.  Y si el halo misterio alrededor del circo se limitara a estas cosas, el lector tendría razón en desdeñar esta historia.
   
     Marisa permanece junto a las demás mujeres alrededor de los bártulos de ropa aunque ya ha visto que no hay nada para ella en esta ocasión. Se ha quedado en realidad porque notó que el mayor, el que le interesa de la familia, está bastante cambiado. El otro,  aunque todavía tiene cara de nene,  la mira con ojos libidinosos,  algo que a Marisa le desagrada. Pero el mayor sí; está crecido y es seriecito --quiere creer ella-- porque sus ojos parecen reacios a encontrase con los suyos.
     La  vecina jujeña y otra que vive enfrente de la casa de Marisa, que ya han comprado un par de prendas, parecen interesadas por más. Sorpresivamente la jujeña saca un tema de conversación que detiene a Marisa justo cuando estaba por volver a su casa.
  ---¿Cuántos hijos tiene?—pregunta la jujeña a la madre itinerante.
     ---Estos nomás. Tenía otro, el mayor de todos, que se me murió hace siete años cuando se cayó del balcón por jugar al carnaval como un loco. Estos chicos, siempre trayéndonos sufrimientos a los padres…
   ---¡Ay, como mi Emilio! Así también mi hijito se ha caído desde allí arriba… --- dice la vecina de enfrente de la casa de Marisa  con voz quebrada.
       Los vecinos de pronto recuerdan aquella desgracia. Marisa también; y le parece que alguna vez uno de los amigos de aquel Emilio que se cayó anduvo diciendo que ella tuvo algo que ver. ¡Cómo se le ocurre, pendejo de mierda! Le vuelve la imagen de cuando encontraron el cuerpo de ese chico que vivía en frente de su casa en el pasillo. Esa noche todos habían salido y empezaron a dar gritos desesperados. Ahí estaba el cuerpo del que la miraba todo el tiempo desde su ventana y cuando ella iba por la calle; alrededor de su cabeza reventada crecía el charco de sangre. Fue una terrible noche llena de llantos y consternación que hubiera seguido en el olvido para Marisa de no ser por la jujeña chismosa que sacó el tema de los hijos de la mujer del circo.
      
      Las mujeres empiezan a abandonar la reunión una tras otra para volver a sus casas hasta que queda Marisa sola. Pregunta por remeritas para niños pequeños. La conductora del circo le dice a la hija que revuelva en su bolsa. El mayor de los muchachos se pone en cuclillas y también revuelve una valija y encuentra una con el dibujo del ratón Mickey. Marisa la toma de sus manos, la estira para probar la calidad de la tela y pregunta por el precio:
   
    --Tanto --responde  la mujer--. Es muy buena calidad.
    --Ah no, no puedo, mejor déjelo.
    --Te la dejo en tanto menos tanto. ¿Para quién es?
    --Para mi hijo. Pero no puedo ahora, estoy sin trabajo y estoy sin marido.
    --Bueno, me lo pegás la próxima vez, no te preocupes.
     (Acepta, Marisa. Si pudiera, te daría la plata yo.)
  --¿Cómo decís? –Marisa mira al mayor de los dos hijos del circo como si la voz que acabó de escuchar hubiese provenido de él.
    -- Yo no dije nada— dice el chico, desconcertado. Marisa mira al otro –al menor—pero aquel está en otra, lo sorprendió hurgándose la nariz, además era claro que esa voz no le pertenecía.
    --Bueno, nos vamos--, anuncia la mujer.  Cada cual levanta su carga y el circo retoma su peregrinaje con la madre pregonando por delante.
  
      Marisa entra a su casa, sube a su cuarto que está el piso superior y se asoma por la ventana. En frente está la casa donde vive la vecina que habló del accidente de su hijo –Emilio, se llamaba--.  Aquel chico parecía estar siempre asomándose por la misma ventana por donde ahora ella puede ver a su madre haciendo la limpieza. Le hicieron acordarse de él. Pasaron tantos años de aquella desgracia. No, siete en realidad. No serán muchos pero en siete años ella salió con un compañero de su división, al tiempito quedó embarazada, dejó el colegio, se fue de su casa para vivir con él durante tres años hasta que se separaron y  tuvo que  regresar a su casa en Charrúa con un hijo, sin apellido.  
        Desde la ventana Marisa se queda mirando la parte más alta de la casa de enfrente; después mira hacia abajo, al pasillo común. Regresan con la duración de un relámpago imágenes del charco de sangre que aumentaba de tamaño lentamente alrededor de la cabeza  de Emilio, de cara al piso.
      Su hijo de seis años entra al cuarto donde está ella, absorta en  recuerdos perturbadores que hasta hoy permanecían borrados. El nene le estira de la falda mientras ella sigue con la vista dirigida hacia abajo, al pasillo común.
    --Má, má… mirá aquel el gato que está ahí en el techo…arriba… te está mirando fijo.
      
      
 







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