domingo, 20 de abril de 2014

COSAS QUE PASAN CUANDO VIENE "EL CIRCO" (1986)



   ---¡El circo, el circo!---, anuncia alguien en la calle. “El circo”, repiten excitadas las mujeres en las casas. Dejan por un momento las cosas que están haciendo --ya sea que estén pelando papas, refregando ropa o pasando la escoba por la sala-- y salen al pasillo común.   
     El circo no es tal en realidad sino una graciosa caravana que encabeza una madre cincuentona, a la que siguen sus dos hijos e hija, todos ellos adolescentes y bastante agraciados. Cuando alguien pregunta por qué les dicen “el circo”, tendrá la respuesta con sólo ver a esta familia aparecer por detrás de una esquina: la madre viene aplaudiendo y pregonando “¡ropa usada, muy buena calidad, ropa usada!”  seguida por los hijos en fila india moviéndose tambaleantes debido al peso de unos bártulos que llevan abrazados por delante. Por la forma en que se balancean uno se imagina que caminan por una cuerda floja; y con un poco más de imaginación se podría agregar música a la escena de la llegada de esta familia.
      
     La caravana esta vez se estaciona en la mitad del quinto pasillo. Los jóvenes depositan sus cargas en el piso, se estiran y flexionan sus extremidades adoloridas. Cuando las valijas se abren para revelar la preciada mercancía, la madre no necesita pregonar más; mujeres grandes y –sobre todo-- las jóvenes se arremolinan, expectantes.
       Es típico que existan recelos entre las familias de vecinos, absurdos orgullos y vanidades, en el sentido de  “nosotros no somos como ellos, somos más decentes,” o cosas por el estilo. Pero he aquí que el circo tiene la sorprendente capacidad de hacer que las mujeres que se juntan en torno de las prendas que la madre conductora levanta de las valijas parezcan olvidar sus rencillas. Incluso se dan opiniones sinceras entre ellas cuando alguna tiene la intención de comprar algo.
        Y no es sólo eso. Algunos dicen que cada vez que viene el circo, éste obra una especie de… magia en el lugar; porque dicen que siempre ocurre algo raro, extraño o que nadie se espera. Por ejemplo, la última vez que vino por el barrio, la lluvia que había estado cayendo sin parar desde la madrugada se detuvo para permitir la visita de esta familia. Luego continuó el resto del día. ¿Casualidad? Lo mismo había ocurrido en otras ocasiones. Otros dicen que se cumplieron las palabras de la madre del circo cuando dijo que si cierta vecina solterona --una que particularmente por este hecho suscitaba comentarios maliciosos-- le compraba un vestido que tenía para ofrecer iba a conseguir novio y casarse. Al mes de aquel insólito anuncio hecho a la solterona en presencia de un grupo de mujeres, no sólo se cumplió sino que el inmejorable partido que desposó a la solterona  además se la llevó a vivir fuera de Charrúa “con los argentinos del centro,” como dicen las comadres cuando se refieren al mundo exterior.
    
      ---Miren qué linda blusa, con este bordado de hilo dorado. No la van a conseguir en ningún lado--- dice la madre del circo, haciendo reposar la prenda entre sus antebrazos; gira lentamente exponiendo la blusa a los rayos del sol ante los ojos fascinados de las vecinas.
      Marisa, una joven madre soltera, observa cómo su vecina --una jujeña que no saluda a menos que la saluden a ella primero-- mira la misma blusa en la que ella ha puesto sus ojos. Pero la vecina que no saluda habla primero:
     ---Está muy linda. ¿Tendrá un talle como para mí?  
    Marisa simula que no ha prestado atención a lo que acaba de decir. Ella sabe que las prendas que trae el circo son oportunidades singulares; hay solamente una prenda por cada oferta, de manera que habrá que ver quién se queda con la blusa bordada.
     ---Ay, no. Tengo esta sola.
    Se produce un silencio incómodo y apropiadamente breve, que indica que, en todo caso, es mejor pasar a la próxima prenda oculta en las profundidades de las valijas. La jujeña, con quien Marisa apenas el día anterior tuvo un altercado porque esta última suele escuchar la radio con volumen alto, dice repentinamente que en realidad a ella blusas no le faltan. Y se inclina para estirar de una de las valijas otra prenda que es para mujeres realmente más jóvenes que ella, sin darse cuenta que el más chico de los muchachos del circo le clava los ojos en el revelador escote.  El orgullo de Marisa le dicta entonces que no se interese en absoluto por la blusa a la que renunció la jujeña, y procede a un sutil contra ataque diferido, diciendo que esa blusa bordada es en realidad para pendejas, “cosa que aquí ninguna es.” Quien así se resiste al sortilegio del circo que pacifica los ánimos puede esperar que le ocurra algo inesperado en cualquier momento.
   
    El incidente pasa como si nada, las mujeres siguen curioseando y haciendo revolver la mercancía. El circo lleva ya tres años apareciendo por el barrio; lo hace con una frecuencia de cada dos o tres meses. Nunca alguien les preguntó de dónde sacan esa ropa, que realmente es interesante y, sobre todo, accesible para los humildes bolsillos de los habitantes del barrio. Los de la caravana son siempre los mismos integrantes. Al hijo mayor y a la hija este año se les nota que terminaron de pegar el estirón. Extrañamente la madre, quien alguna  vez acusó tener 56 años, en algunas ocasiones parece más joven, en otras aparenta una edad notoriamente mucho mayor. Se enteraron de que sabe curar del empacho y del ojeo cuando le preguntaron por qué se la veía a veces sola por el barrio. Por eso, cuando alguien necesita curación para esos males sabe que para contactar a la madre del circo hay que averiguar por la casa de qué familia estuvo recientemente de incógnito.  Y si el halo misterio alrededor del circo se limitara a estas cosas, el lector tendría razón en desdeñar esta historia.
   
     Marisa permanece junto a las demás mujeres alrededor de los bártulos de ropa aunque ya ha visto que no hay nada para ella en esta ocasión. Se ha quedado en realidad porque notó que el mayor, el que le interesa de la familia, está bastante cambiado. El otro,  aunque todavía tiene cara de nene,  la mira con ojos libidinosos,  algo que a Marisa le desagrada. Pero el mayor sí; está crecido y es seriecito --quiere creer ella-- porque sus ojos parecen reacios a encontrase con los suyos.
     La  vecina jujeña y otra que vive enfrente de la casa de Marisa, que ya han comprado un par de prendas, parecen interesadas por más. Sorpresivamente la jujeña saca un tema de conversación que detiene a Marisa justo cuando estaba por volver a su casa.
  ---¿Cuántos hijos tiene?—pregunta la jujeña a la madre itinerante.
     ---Estos nomás. Tenía otro, el mayor de todos, que se me murió hace siete años cuando se cayó del balcón por jugar al carnaval como un loco. Estos chicos, siempre trayéndonos sufrimientos a los padres…
   ---¡Ay, como mi Emilio! Así también mi hijito se ha caído desde allí arriba… --- dice la vecina de enfrente de la casa de Marisa  con voz quebrada.
       Los vecinos de pronto recuerdan aquella desgracia. Marisa también; y le parece que alguna vez uno de los amigos de aquel Emilio que se cayó anduvo diciendo que ella tuvo algo que ver. ¡Cómo se le ocurre, pendejo de mierda! Le vuelve la imagen de cuando encontraron el cuerpo de ese chico que vivía en frente de su casa en el pasillo. Esa noche todos habían salido y empezaron a dar gritos desesperados. Ahí estaba el cuerpo del que la miraba todo el tiempo desde su ventana y cuando ella iba por la calle; alrededor de su cabeza reventada crecía el charco de sangre. Fue una terrible noche llena de llantos y consternación que hubiera seguido en el olvido para Marisa de no ser por la jujeña chismosa que sacó el tema de los hijos de la mujer del circo.
      
      Las mujeres empiezan a abandonar la reunión una tras otra para volver a sus casas hasta que queda Marisa sola. Pregunta por remeritas para niños pequeños. La conductora del circo le dice a la hija que revuelva en su bolsa. El mayor de los muchachos se pone en cuclillas y también revuelve una valija y encuentra una con el dibujo del ratón Mickey. Marisa la toma de sus manos, la estira para probar la calidad de la tela y pregunta por el precio:
   
    --Tanto --responde  la mujer--. Es muy buena calidad.
    --Ah no, no puedo, mejor déjelo.
    --Te la dejo en tanto menos tanto. ¿Para quién es?
    --Para mi hijo. Pero no puedo ahora, estoy sin trabajo y estoy sin marido.
    --Bueno, me lo pegás la próxima vez, no te preocupes.
     (Acepta, Marisa. Si pudiera, te daría la plata yo.)
  --¿Cómo decís? –Marisa mira al mayor de los dos hijos del circo como si la voz que acabó de escuchar hubiese provenido de él.
    -- Yo no dije nada— dice el chico, desconcertado. Marisa mira al otro –al menor—pero aquel está en otra, lo sorprendió hurgándose la nariz, además era claro que esa voz no le pertenecía.
    --Bueno, nos vamos--, anuncia la mujer.  Cada cual levanta su carga y el circo retoma su peregrinaje con la madre pregonando por delante.
  
      Marisa entra a su casa, sube a su cuarto que está el piso superior y se asoma por la ventana. En frente está la casa donde vive la vecina que habló del accidente de su hijo –Emilio, se llamaba--.  Aquel chico parecía estar siempre asomándose por la misma ventana por donde ahora ella puede ver a su madre haciendo la limpieza. Le hicieron acordarse de él. Pasaron tantos años de aquella desgracia. No, siete en realidad. No serán muchos pero en siete años ella salió con un compañero de su división, al tiempito quedó embarazada, dejó el colegio, se fue de su casa para vivir con él durante tres años hasta que se separaron y  tuvo que  regresar a su casa en Charrúa con un hijo, sin apellido.  
        Desde la ventana Marisa se queda mirando la parte más alta de la casa de enfrente; después mira hacia abajo, al pasillo común. Regresan con la duración de un relámpago imágenes del charco de sangre que aumentaba de tamaño lentamente alrededor de la cabeza  de Emilio, de cara al piso.
      Su hijo de seis años entra al cuarto donde está ella, absorta en  recuerdos perturbadores que hasta hoy permanecían borrados. El nene le estira de la falda mientras ella sigue con la vista dirigida hacia abajo, al pasillo común.
    --Má, má… mirá aquel el gato que está ahí en el techo…arriba… te está mirando fijo.
      
      
 







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domingo, 6 de abril de 2014

PRIMAVERA


  

  ---Paso siempre por esta puerta. Nunca pensé que acá habría un...un... --- dijo Oscar a los otros dos que lo habían llevado a ese lugar que no sabía cómo llamar. Los otros dos eran su primo Leo, y Guido, que era más amigo de su primo. 
    Guido, el líder de facto en esa salida, revolvía los ojos cada vez que Oscar hacía un comentario inocentón. Leo, en cambio, se adaptaba con total naturalidad al tipo de lenguaje que imponía Guido, el más entrador y canchero de todos.
   ---Quiero imaginar que después de hoy éste no va a hablar más así--- dijo Guido y lo remedó, meneando la cabeza “…nunca pensé que acá habría un, un…”  Leo se rió por la voz que puso.
   ---Pero dijeron que íbamos a dar una vuelta, no de venir acá---, protestó Oscar, controlando su indignación. 
  --¡Hacete hombre de una vez, carajo! En dos años vas a tener veinte. ¡Basta de pajas!
    Mientras Guido se reía de la ineptitud de Oscar, Leo se reforzaba el jopo en el reflejo de la ventanilla del desvencijado 404 en el que los había traído Guido. Las burlas de Guido sobre las supuestas pajas del tierno del trío torcían las sonrisas, pero nadie habría imaginado que los dos amigotes habían suprimido el recuerdo de tales prácticas censurables, especialmente por haber sido compartidas de forma colaborativa.
   La puerta alta de esa casa antigua donde funcionaba aquel prostíbulo sobre la Avenida Saénz (a metros de Almafuerte) tenía un foquito azul en el dintel; estaba entreabierta y lo único que dejaba ver era una escalera que iba hacia arriba.
  Empezaron a subir la escalera que terminaba en una especie de recepción en un descanso, donde un hombre, después de cobrar el valor de los pases,  dio a cada uno un numerito de talonario de turno. Luego les dijo señalando una puerta a su derecha:  ---Pasen y pónganse cómodos ahí adentro. Tómense una bebida si quieren.
   El translúcido vidrio esmerilado de la mitad superior de la puerta resplandecía de azul por la iluminación del otro lado.                                                                                   
  Al entrar, los nervios de Oscar se manifestaron en tembleques torpes que luchaba por neutralizar y una sonrisa tiesa con la que intentaba negar el vértigo que estaba sintiendo en ese momento. Sabía que ya era tiempo para su primera vez, pero ni por un segundo pensó que se daría así de súbito, sin que pudiera mentalizarse antes. Leo había dicho irían a los flippers de Sacoa o a jugar al pool por Lavalle, pero tuvo que meter a Guido, de quien parecía inseparable, para tener luego que insistir y convencer a su primo de que no se echara atrás. Guido solía poner el auto, lo cual hacía las salidas más atractivas. Pero esto de ir a un puterío, no, no estaba en su plan.  Y ya no había vuelta atrás.
      El lugar de espera estaba iluminado con luz negra, de esa que hace resplandecer la ropa clara. Había un  mostrador vetusto de madera oscura que exhibía copas y botellas de bebidas para viejos, lo mismo que los estantes improvisados por detrás del barman. En una esquina de esa sala de espera, un televisor mudo mostraba escenas pornográficas saturadas de color. Desparramados en varios de los asientos estaban esperando también dos hombres grandes que fumaban y hacían que el tugurio se viera envuelto en una neblina azul arremolinada.
     Leo se sentó al lado de Guido en un sofá de cuerina roja y ambos encendieron sendos cigarrillos.   Oscar, que se ubicó enfrente, no sabía qué hacer con las manos; veía cómo su primo se inclinaba hacia Guido y le decía cosas que no alcanzaba a escuchar bien debido a la música fuerte del ambiente. Leo reía ladinamente, se lo veía excitado y entrador, aunque era evidente que procuraba la aprobación del otro. Las caras de los dos amigotes desaparecían por breves instantes detrás de los chorros potentes de humo que expulsaban hacia abajo, o en intentos de figuras proyectadas hacia arriba.
    Ansioso, como un escolar al que van ponerle una vacuna requisito de la primaria, Oscar miraba alrededor, cuando de pronto la cara de Guido se le acercó por entre esta cortina de humo; vio que este malvado le alcanzaba el atado de cigarrillos.  Por inercia Oscar estiró la mano para tomarlo pero Guido amagó y, mirando por sobre el hombro,  le dijo al primo canchero:
  ---¿Fuma este tierno o se nos intoxica?
 ---No creo… Mejor no los gastes…
 ---¿Cojió éste alguna vez… o... primavera…? 
  La entonación de la pregunta fue insidiosa, comenzó en un tono alto, punzantemente inquisitivo, y bajó a uno que denotaba decepción, expectativa no cumplida.
  ---Mhm… ---, se escuchó de Leo, que  al ver la cara descompuesta de su primo no podía dominar la compulsión de su sonrisa---. No sé… ¿Qué onda Osqui…?
    Las glándulas de la boca de Osqui segregaban un sabor a traición, especialmente porque  Leo sonreía así.   Cuando Guido retrocedió cayendo contra el sillón, los amigotes se rieron mirando a Oscar de reojo.  El cabello del líder, aplastado hacia atrás con Lord Cheseline, emitió un brillo fugaz cuando giró la cabeza para mirar el televisor. En medio de aquel casi fantasmagórico ambiente, el líder adquiría el intimidatorio aire de un hombre de calle, de un habitué de este tipo de lugares y de otros terribles. Y su primo Leo… no, él  no era así cuando ambos estaban en casa; no era muy distinto de Oscar en realidad. Los primos prácticamente no hablaban de sexo, excepto una vez en que Oscar le encontró una revista porno debajo de la almohada. Que estuviera hecho un zarpado era atribuible a Guido, de quien se podía esperar todo. Era por culpa de él que ahora tenía enfrentar esta situación incómoda. Cuando las cavilaciones de Oscar hicieron una pausa, oyó que Guido decía: “Vinimos a ponerla. Olvídate de tomar algo, acá te rompen el culo…”
    No acababa de decir aquello cuando, como corporizadas de entre las penumbras, vio que dos mujeres jalaban de la mano a su primo y al líder para llevárselos por un pasillo hacia los cuartitos por donde se había perdido uno de los hombres que esperaba su turno.
 Ahora sentado solo, el corazón de Oscar tenía el ritmo de una comparsa de los caporales, solo que el espectáculo para los que se encontraban allí alrededor debía de ser la expresión misma de su cara,  que era como la de alguien que luchaba con la incontinencia.
  ---¿Vamos, pichón?---, le dijo la voz de otra mujer que apareció de repente por detrás. Inclinada hacia Oscar, le anticipaba sus pechos alargados contenidos en una lencería negra.
    Oscar quedó anulado por un instante. La mujer, que se le antojó vagamente parecida a una actriz veterana de la televisión, lo miraba sonriendo hasta con cierta ternura. Él creía que todos alrededor estaban pendientes de él,  algo que no podía tolerar. Oscar se puso de pie y se dejó de llevar de la mano hacia el mismo pasillo. ¿En cuál de los cuartos estarían los otros? ¿Estarían todos juntos o cada uno por separado? Oscar prefería que fuera el segundo caso; es como imaginaba que serían estos asuntos.

   ---Qué chiquito que sos. ¿Cuántos años tenés?
     ---Dieciocho.
      ---¡Ah pero parecés mucho menos…! Yo decía cuando te vi: ahora entra la cana y nos lleva a todos de los pelos… A ver, tranquilo… primero vení para acá… Mmhhh, bien, bien… pero vamos que no soy tu mamá, eh… (risas)
    ---¿Qué es eso? 
 ---¿Cómo qué es? Una palangana con permangato, ¡qué va a ser!… Y esto es un jabón, que imagino ya conocés… A ver, a ver… Mirá, más que esto no me pidas que haga… No me pidas que al final te suba el calzoncillo también eh… ¡Uupa! …y parecías tan inofensivo… Me parece que con vos voy a hacer una excepción… [ CENSURADO POR LENGUAJE EXPLICITO]... qué bien que entendiste que no soy tu mamá, ¡pero pudiste haber esperado un poquito! ¿no? (risa)  Tomá, guardátelo para la próxima vez, pichón…




(Volviendo al barrio en el 404)
    ---… jaajaaja ¡Qué hija de puta! ¡La Margot* está más linda que ésa, boludo!
   ---¡Y la que me tocó a mí tampoco zafaba, eh! Pero ¿a dónde nos llevaste?
   ---¿Y qué querías por esa guita, la concha de tu hermana?...  Shhh… Cállense un poco que está un patrullero ahí…
  ---¿Y vos, Osqui, que te quedaste callado ahí atrás? ¿Qué se siente ahora…?
   ---Hmm. Para mí que tu primo la mató con una inundación, la ahogó (risotadas).
  ---¿Todo bien, primo? Fuiste el último en salir… Che, la que le tocó a este no estaba tan mal…  Se parecía a una de la tele…
  ---Sí, esa  vieja zafaba-- dijo Guido---. Che, Oscar, ¿te pasó algo que quedaste calladito?
  ---Me muero de sueño, no me jodan…
  ---Uhhh  (risotadas)

  --- Eh, che, ¡vení acá!  ¡Se bajó este loco!
  ---¡Oscar! ¡Volvé! ¿A dónde va tu primo?
  ---Dejálo, vuelve a casa. Esta salida lo agarró de sorpresa. No sé si hice bien en decirle que venga…
  ---¡Dejáte de joder! Si no lo traías debuta a los 30… Che, pero el barrio queda para allá y tu primo se fue para el otro lado…
 





[Estimados lectores, hay varias posibilidades para el final. Llegué hasta aquí escribiendo de un tirón. Pueden el pensar el desenlace o final que quieran… Puede que yo aporte uno pronto]   


Flippers de Sacoa: El pinball, flipper, petacos o milloncete es un juego de salón mecánico, electromecánico o electrónico a base una bola impulsada por un resorte que corre por un tablero con diversos diseños ornamentado con diversos componentes electrónicos cuyo contacto con la bola otorga cierto puntaje al jugador, la bola era re-proyectada dentro del tablero por unas paletas o flippers. Fue un juego juvenil muy popular entre las décadas de los 1970 y 1980 en tabernas, clubes, heladerías y en casinos en diversas partes del mundo y hoy por hoy sus máquinas forman parte de coleccionistas de estos juegos de salón (Fuente: Wikipedia). Sacoa es una cadena de locales con este tipo de juegos. 

Zarpado: (arg) En lenguage de la calle, empleado especialmente entre los adolescentes significa atrevido, desubicado.

Fiesta de la Virgen; caporales: Festividad religiosa que tiene lugar en el mes de ocubre en el barrio en la que hay una procesión, seguida de comparsas que rinden homenaje a la virgen con bailes vigorosos y corografiados.

La cana: (arg) en el lenguaje lunfardo es la policía.

Perá, perá : esperá

La Margot:  Ver historia con el mismo título en esta colección en julio de 2013