jueves, 20 de febrero de 2014

EL ÚLTIMO CARNAVAL DE EMILIO (1979)


En ese carnaval el enamoramiento de Emilio había alcanzado el punto de infatuación. La llegada de Marisa, una nueva vecina, coloreaba toda su vida tierna de adolescente, los días y las noches de verano; ella era la canción más pasada por la radio, era la destinataria misma de la letra, y era los sueños que evocaba la música. Marisa era el motivo por el que Emilio se quedaba horas con sus amigos en la vereda esperando a que ella pasara cuando hacía las compras.  Se había mudado el año anterior a la casa que se encontraba justo enfrente de la de Emilio, pasillo del PH de por medio. El cuarto de ella estaba en el piso de arriba, casi enfrentado al de los padres de Emilio. Por eso él hasta llegó a pedirle a ellos que intercambiaran el cuarto, aunque obtuviera siempre un rotundo no.

Pero Marisa no le daba bolilla*.  Quizás eso ocurra por el recelo que hay entre vecinos muy próximos. Si tan sólo Emilio se hubiera dado cuenta de que su muy evidente interés causaba que ella no quisiera ni mirarlo,  no habría sufrido de amores tan temprano en la vida: él tenía tan sólo 14 años. Marisa tendría más de 15, pensaba Emilio, porque comparaba el cuerpo de ella con el de su hermana mayor de esa edad. Esa preocupación por comparar edades era quizás algo prematura para un chico que aún miraba los dibujos animados en la televisión.

Por momentos Emilio creía que Marisa lo despreciaba porque él todavía se prendía en los juegos de la calle del barrio. Ella pasaba con la bolsa de las compras y debía de ver al grandulón jugando al rango o a la mancha. Por eso un día este dejó de corretear con sus amiguitos, tan solo se quedaba sentado en el umbral de alguna puerta, procurando charlar con alguien más grande que él. En esas charlas se notaba que Emilio sobreactuaba un poco para llamar la atención de alguien que se encontraba o pasaba cerca.

Los vecinos viejos deben recordar las tremendas guerras de carnaval en las que se involucraban  grandes y chicos.  Durante dos calurosos y soleados días de febrero de 1979 se libraron las batallas más memorables en este barrio. El primer feriado, observando desde un extremo de la calle, se veía a los vecinos enloquecidos de la risa entre baldazos y el fuego cruzado de bombitas de todos los colores. Emilio y su bandita cuidaban la ruta hacia el almacén que todavía existe sobre Avenida Cruz; ninguna mujer que pasara por allí se salvaría de ellos, a menos que anduvieran cambiadas como para salir del barrio, de acuerdo con una supuesta norma que observaban los vecinos (no siempre). 

Emilio pensó entonces que gracias a estos juegos con agua podría hacer que Marisa se enojara con él, y eso resultaría ser al menos algo distinto de la indiferencia. Pero ese primer día de carnaval no tuvo señales de ella, no la vio pasar en todo el día. Emilio pensó que ella se había propuesto ni siquiera asomarse;  en su lugar mandaban a su hermanito menor a hacer las compras del almacén, la verdulería.  A él, Emilio le decía  “chau, cuñadito”, y le tentaban los deseos  de preguntarle por ella.

En el segundo feriado pasaban las horas e igual, ¡ni rastros! Y era raro. Emilio siempre se había divertido como loco pero ese año, a pesar de que jugaron hasta sus padres, algunos notaron que sus ojos negros carecían del brillo que compraba a los demás; corría de acá para allá con las bombitas y los baldes y lanzaba carcajadas por las picardías, pero por momentos no era el de siempre;  su atención estaba pendiente de la puerta y la ventana de Marisa.

El sol ya se iba ocultando detrás del horizonte de la ciudad deportiva de San Lorenzo. Sobre la calle y las veredas de Charrúa quedaban charcos y decenas de globitos reventados,  restos de engrudo y hasta de pintura de los que jugaron fuerte. Pero ella no aparecía. Emilio subía a cada rato al cuarto de sus padres  para ver si desde la ventana lograba tener alguna señal de ella. Tal vez se asomara a la ventana de su cuarto. Pero nada.  La persiana estaba baja, aunque se veía que la terraza detrás de las paredes estaba iluminada. Ni siquiera se oía la canción que estaba de moda que tanto le gustaba a ella y que ponía a cada rato*. Se debe haber ido a otro lugar para que no la molesten con el agua, terminó por resignarse él.  

El anochecer ya cubría las casitas del barrio, las terrazas con ropa todavía colgada de las sogas,  las paredes de anaranjado ladrillo hueco sin revocar y los cachivaches amontonados en algunas terrazas;  las ventanas y foquitos se encendían por todas partes. La estaba extrañando como si se hubiese ausentado por mucho tiempo. Sin embargo el día anterior al feriado largo, los dos casi habían chocado en la entrada  del PH. Fue un instante electrizante porque su mano sin querer tocó ligeramente uno de sus pechos en el torpe contacto. Estaba tan linda, con su blusita rayada, su pollerita violeta que hacían lucir sus caderas y piernas largas; de su cabello negro y lacio, un mechón estaba sujetado con una hebillita. Las formas de Marisa eran lo más bello y excitante que él llegó a conocer de una mujer.  Algo en su mirada esquiva lo tenía suspirando, algo que pintaba de entusiasmo todo alrededor, y que hacía que él descubriera a alguien nuevo y distinto dentro de sí. Pero, nada.

En casa, los papás de Emilio recibieron la visita de paisanos suyos, así que estaban tomando y poniendo música fuerte. Eso le causaba fastidio, aumentaba su decepción.  No quería escuchar las cuecas y huaynos de sus papás, así que se quedó sentado en la vereda de la calle, mirando el cielo estrellado y cantando bajito la canción de Marisa y de él.  De pronto, durante una breve interrupción de la música que venía de su casa, se escuchó otra proveniente de… ¡sí!  de la casa de ella. Era la canción. Ella estaba en su casa, no podía ser otra cosa. Emilio volvió corriendo a la suya.

La ventana de Marisa seguía cerrada, así que, para verla, Emilio trepó por una medianera al techo sin paredes ni barandas de la pieza de sus padres en el piso superior; tales espacios en aquel tiempo eran los más altos del barrio. De allí podía espiar la terraza de la casa de ella.  Y sí, allí estaba, sentada junto a su mamá, seguramente tomando fresco, apenas vestida con una combinación blanca, con el cabello suelto y con esa sonrisa que era todo para él en esos días.

Emilio se sintió como un gato que andaba agazapado por los techos, y se le paró cuando ella se puso de pie para bailar con las canciones que salían de una radio. Pero él no era un gato tonto, sino un hombrecito ya. Por momentos, la sensación era sofocada por los nervios de ser descubierto. Se le ocurrió entonces una travesura: iba a tirarle desde donde estaba una bombita de agua. Marisa no podría verlo, y no importaba si lo hacía; se lo merecía por haberlo tenido en ascuas. Bajó del techo y regresó trayendo un balde con la bombita preparada. Se quedó ahí agachado en la oscuridad, espiándola un buen rato. Su cuerpo jugaba y bailaba en esa combinación blanca, como si lo hiciera solo para las delicias de él.

Ha pasado un rato hasta que Emilio de pronto ve que la mamá de Marisa se levanta y toma su banquito para ir tal vez a la planta baja para hacer la comida. Quizás ella la siga  y así se acabe el regalo para sus ojos. Tiene que actuar de inmediato. Al tomar la bombita del balde casi la suelta, todo sería en vano. Amaga a lanzársela de golpe, pero desde su posición -bastante atrás del borde del techo- no daría en el blanco. Entonces lo alarma ver que ella empieza a seguir a su mamá; sus muslos la llevan a la escalera hacia la planta baja. Es ahora o nunca.  El impulso que toma lo acerca demasiado al borde del techo. En el  brevísimo instante en que la bombita vuela hacia ella ve asomar sus pequeños y redondos pechos… pero Marisa desaparece violentamente de su vista…


El globito solo había rebotado en su cuerpo. Marisa volvió a subir para ver quién había sido, aunque tenía una idea.  En los techos altos y sin paredes de las casas de enfrente no vio a nadie. Debido a la música alta que ponían en la casa de Emilio, nadie escuchó el impacto seco en el medio del pasillo común. Por unos pocos minutos nadie se enteró de que se estaba cortando una vida que, si bien apenas comenzaba, ya estaba rebosante de amor.







* no le daba bolilla: no le daba importancia, lo ignoraba.


La famosa canción:  Para los lectores del siglo 21 debe ser impresentable pero ilustra esta historia que es del año 1979.  Click acá 👈 para escucharla.