Siempre que estoy parado en el andén del subte miro alrededor, a la
gente que espera conmigo. Tengo el temor absurdo de que algún desquiciado de
repente a va empujarme a las vías justo en el momento en que el tren está por
pasar por donde estoy. No sé cómo ni cuándo se originó ese miedo, no creo
haber visto semejante cosa en una película, ¿o sí? En todo caso no fue una escena de alguna de mis muy pocas películas favoritas.
Ahora voy sentado en un vagón de la línea
B, en los que tienen la fila de asientos contra la pared. No puedo evitar
sonreír por el momento ridículo que pasé hace unos instantes en el andén.
Cuando giré disimuladamente para ver quién estaba esperando detrás de mí, me
llamó la atención un tipo pelado que tenía tatuajes ¡en la cara! Sí, hoy en día
todo el mundo se tuatúa, pero ¿en la cara? No exagero: si bien era un Aryan type, tenía como unas
guardas indígenas en las mejillas y en la frente. Los ojos celestes, grandes y
penetrantes intimidaban. Mi mal disimulada inspección de un par (literales) de
segundos fue terrible porque esos ojos se fijaron en mí con hotilidad. Y cuando
vi que apareció la luz en la oscuridad del túnel me moví unos buenos veinte
metros hacia el centro del andén, cerca de los molinetes. Desde ahí vi que el
navajo amenazante se dio vuelta para llamar a un nenito que estaba sentando
contra la pared con un vaso gigante con pochoclos en la mano. No sé si es
más raro un tipo grande que no tiene ningún hijo que mira desconfiado a los que
están a su alrededor.
Me consuela un poco saber que no debo ser
el único que tiene algún tipo de miedo extraño. Como decía, voy sonriendo,
sentado en la fila de asientos, y ¿qué creen? Justo enfrente, una hermosa
veinteañera que va mirando el piso, estoica. Si la mujer de Lot se hubiera
comportado igual que esta chica jamás habría merecido el castigo de convertirse
en una estatua de sal. Es entonces cuando se ve qué útiles pueden ser los
celulares. Ella no tiene. Levanta la cabeza y mira hacia afuera de la
ventanilla que tengo detrás. Pasea rápidamente la mirada, pero yo me siento
como un agujero negro. ¡Tan solo voy sonriendo, no quiero llamar tu atención!
Voy a dejar de hacerlo. No sé para qué.
Acabo de llegar a este otro andén, tengo
que combinar con la línea H. No tengo a nadie alrededor. Ahora me imagino a mi
mismo en la situación de un suicida. Imagino ver al conductor que viene en la
cabina de adelante cuando llega la formación. Estoy contando: uno …dos… ¡zas!
El salto con el que acabo con una vida espantosa que llegó a un callejón sin
salida. Yo, sin ganas de soportar un día más, ansiosos por terminar con todo.
Pero antes imagino que la famosa película veloz con el resumen de la vida de
uno se proyecta en uno de los carteles de publicidad que hay en el medio de las
dos vías. Veo al maquinista, con la cara deformada por el horror ante el suceso
repentino del que siempre temió que fuera a pasarle.
El tren se detiene, se abren las puertas,
gente entra y se apodera enseguida de los asientos libres. Yo, en cambio,
abandono la combinación y subo la escalera hacia la calle, sonriendo.