sábado, 23 de marzo de 2013

¿QUE OCURRE EN LA CALLE CUANDO TODOS ESTAN DURMIENDO? (1977)


Cuando uno es niño, hay preguntas que se te ocurren todo el tiempo sobre lo que pasa a tu alrededor. Algunas no te dejan tranquilo hasta que lográs averiguar la respuesta. Tus padres son generalmente los que cargan con la pesada tarea de satisfacer la curiosidad que te despiertan las cosas que te rodean en el mundo, tan inmenso y con tantas cosas para entender de él. Esto me pasó cuando tenía ocho años.

 --- Papá, ¿qué pasa en la calle cuando todos están durmiendo?
 --- ¿Eh? ¡Shhh!  Callate un poco.
     Mi papá se fastidiaba fácilmente con la insistencia de mis preguntas, especialmente si estábamos cenando y pasaban las noticias en la tele porque a mí, fuera de los dibujitos y de las películas fantásticas, no me importaba nada. Una noche, durante las propagandas finalmente me atendió:
 ---¿Cómo qué pasa? ¡No pasa nada!
 ---¿Nada? Pero yo digo, antes de que salgas al trabajo, ¿qué pasa en la calle?
    Mi papa revolvió los ojos.
 ---Nada, porque todos están durmiendo. Ahora callate por favor. Apenas tocaste lo que tu mamá preparó.
     Y regresó aquella música del noticiero junto con la voz grave y aburrida del hombre que decía cosas de las que no tenía idea de qué significaban.

     Días después, con Gustavo Morínigo –-un amigo/vecino de  aquel entonces-- luego de haber conversado sobre aquella inquietud en distintas oportunidades,  por fin decidimos averiguarlo por nosotros mismos. Investigamos sobre la hora de la salida del sol y planeamos levantarnos un domingo de primavera a las cuatro y media para salir a la calle.
     Quisiera decir por mi parte que yo esperaba encontrar algo especial o fuera de lo normal; no sabía exactamente qué, tal vez algo como lo que veía en esas películas antiguas que pasaban en Teleonce sobre avistamientos de seres extraterrestres y viajes por el espacio.  Así que el domingo acordado sonó el despertador que puse debajo de mi almohada, me vestí y me deslicé hacia la calle, más sigilosamente que nuestro gato cuando andaba por la casa.
     Luego de cerrar la puerta de calle, fui unos metros directamente a la ventana de la casa de Gustavo, pero ni señales de él. Golpeé entonces despacito la persiana un par de veces, lo cual provocó el ladrido de algún perro en alguna de las casas. Finalmente el pobre de mi amigo apareció por la puerta con tal cara de dormido que lamenté haberlo sacado de la cama. Ya estábamos listos, simplemente debíamos caminar un poco y explorar…
     Quizás sea gracioso para el que lea esto pero, para mi mente de ocho años, esta oscuridad constituía un fenómeno totalmente ajeno a la oscuridad de la noche cuando jugábamos bulliciosamente en la calle hasta que nuestras madres nos llamaban para comer y cerraban la puerta con llave. Lo que pasaría ahí afuera más tarde cuando me desvelaba era un verdadero misterio. Un misterio a veces magnificado por los rumores de la noche, el coro de los grillos de la zanja y el creciente silencio que a veces era perturbado por algún ruido repentino y pasajero.    
      Mi amigo y yo comenzamos a caminar como astronautas que habían aterrizado en un planeta extraño. Las casas, la calle, los árboles, todo estaba envuelto en esa noche diferente. Pronto observé una criatura baja cruzar rápidamente de vereda a  una cuadra de donde estábamos. ¡Mirá! Le dije todo sobresaltado a Gustavo; me contestó que no era más que un perro callejero. Ahora que lo pienso, qué bueno que el Loco Lagaña no anduviese por allí en esos momentos: ¡habríamos protagonizado la película más escalofriante de nuestras vidas! Sin embargo, sin que lo supiésemos entonces, pasaban cosas infinitamente peores en el mundo de los adultos.  
     Se me antojaba que éramos los únicos seres humanos fuera de la cama en el mundo en esos momentos,   aunque, pronto, un resoplido potente que provino de Avenida Cruz nos arrebató esa sensación incomparable. Giramos la cabeza y vimos bajar de un colectivo a alguien que luego pasó cerca de  nosotros, mirándonos con la misma cara que ponía mi papá cuando lo molestaba con mis preguntas.     
    
       Nada por aquí.... nada por allá... Fuimos entonces a sentarnos al pie de un gran árbol que en esos años estaba justo en una esquina donde la calle principal del barrio, Charrúa, se encuentra con la Avenida Cruz y la gran expansión verde alrededor. Desde el árbol se veía nuestro barrio casi hasta el otro extremo de la calle.
    A medida que pasaban los minutos crecía nuestro desencanto por no encontrar nada fuera de lo común, y empezamos entonces a charlar de cualquier cosa como cuando nos juntábamos de día.  Veíamos que en el cielo sobre las casitas del barrio se iba aclarando (para mí el sol salía por detrás del terraplén de las vías del ferrocarril, al fondo en dirección de F. Rivera), las estrellas se iban desvaneciendo. La conversación ya había decaído; estábamos sentados al pie del árbol seguramente preguntándonos sin decirlo para qué nos habíamos levantado tan temprano. Yo estaba a punto de hablar de otra de mis inquietudes acuciantes pero  --viendo la cara del pobre de Gustavo-- decidí dejarla para otro momento.
    ---Che, tengo sueño. Yo me voy — dijo mi amigo.
    ---Sí ---. Y mi bostezo demostró lo sabio de su decisión.
     Ya nos habíamos levantado para volver a nuestras casas, cuando repentinamente unas luces rojas aparecieron de la nada, proyectándose como un veloz remolino hipnótico sobre las paredes de las casas, los árboles y nosotros mismos.  Por un momento se restauraron mis ilusiones del principio de nuestra aventura pero Gustavo dijo que era un patrullero. Miré también y ¡cómo lamenté que fuera cierto! Que esas luces hubiesen provenido del espacio exterior era todo lo que deseé en ese momento. Todavía quedaba bastante de esta noche distinta que habíamos salido a explorar. 
   ---¡Eh! ¡Ustedes dos, vengan acá! –-, ordenó con voz estridente el policía que iba al volante. Nos acercamos en silencio. ---¿Qué carajo están haciendo acá a esta hora?
      No podíamos ver los ojos del que nos hablaba porque la visera de su gorra casi los tapaba; era un gordo de bigotes.
       Por suerte contestó Gustavo. Si hubiera hablado yo, habrían escuchado mis ideas fantásticas. Un policía que iba al lado del conductor nos cegaba con una linterna. Se escuchaban voces mezcladas con bips y ruidos como de frituras  que provenían de un aparato que había en la patrulla (testarudo como era yo, me alegré íntimamente de haber obtenido al menos un elemento como venido del cosmos).
   ---¿Saben que si queremos a ustedes los llevamos con nosotros, y no los vuelven a ver nunca más, ni sus papás ni sus mamás ni nadie? --- nos dijo el de la linterna después de apagarla. Era un hombre de cara chupada, que al hablar giraba la cabeza escrutando lo que pasaba alrededor.
      Permanecimos callados. Creo que a los dos nos aterró por igual la idea de que nos llevaran esos policías feos; no parecían estar bromeando.
   ---¡Vayan a sus casas ya!---, tronó el conductor de tal manera, que me causó más miedo que cuando mi papá estaba muy enojado. De hecho a Gustavo y a mí nos sacudió el estallido de la orden; yo casi me puse a correr.
      La patrulla arrancó de golpe y, doblando por la esquina de la avenida, desapareció de nuestra vista. Gustavo y yo caminábamos apresuradamente cada uno a su casa con una mezcla de temor y vergüenza. Lo único que nos dijimos fue chau.
      
    
      Cuando me levanté unas pocas horas más tarde, me pareció que la aventura había ocurrido hacía muchísimo tiempo; incluso creí que podría haber sido un sueño. Durante el desayuno con mis hermanos y mi mamá, estuve tentado de comentar lo que nos había pasado más temprano, pero logré quedarme callado. ¡Cómo me habrían retado si les hubiera contado!
     Años después aprendería sobre la historia de nuestro país, sobre los desaparecidos y los abusos de la dictadura militar. A menudo me he preguntado si en aquella aventura nuestra estuvimos realmente cerca de aquel horror.