---¡El circo, el circo!---, anuncia alguien en la calle. “El circo”, repiten excitadas las mujeres en las casas. Dejan por un momento las cosas que están haciendo --ya sea que estén pelando papas, refregando ropa o pasando la escoba por la sala-- y salen al pasillo común.
El
circo no es tal en realidad sino una graciosa caravana que encabeza una madre cincuentona, a la que siguen sus dos hijos e hija, todos
ellos adolescentes y bastante agraciados. Cuando alguien pregunta por qué les dicen “el circo”,
tendrá la respuesta con sólo ver a esta familia aparecer por detrás de una
esquina: la madre viene aplaudiendo y pregonando “¡ropa usada, muy buena
calidad, ropa usada!” seguida por los hijos en fila india moviéndose tambaleantes debido al peso
de unos bártulos que llevan abrazados por delante. Por la forma en que se balancean uno se imagina que caminan por una cuerda
floja; y con un poco más de imaginación se podría agregar música a la escena de
la llegada de esta familia.
La caravana esta vez se estaciona en la mitad del quinto
pasillo. Los jóvenes depositan sus cargas en el piso, se estiran y flexionan sus extremidades
adoloridas. Cuando las valijas se abren para revelar la preciada mercancía, la
madre no necesita pregonar más; mujeres grandes y –sobre todo-- las jóvenes se arremolinan, expectantes.
Es típico que existan recelos entre las familias de vecinos, absurdos
orgullos y vanidades, en el sentido de
“nosotros no somos como ellos, somos más decentes,” o cosas por el
estilo. Pero he aquí que el circo tiene la sorprendente capacidad de hacer que
las mujeres que se juntan en torno de las prendas que la madre conductora levanta de las
valijas parezcan olvidar sus rencillas. Incluso se dan opiniones sinceras entre ellas cuando
alguna tiene la intención de comprar algo.
Y no es sólo eso. Algunos dicen que cada vez
que viene el circo, éste obra una especie de… magia en el lugar; porque dicen que siempre ocurre
algo raro, extraño o que nadie se espera. Por ejemplo, la última vez que vino por el barrio,
la lluvia que había estado cayendo sin parar desde la madrugada se detuvo para permitir la visita de esta familia. Luego continuó el resto del
día. ¿Casualidad? Lo mismo había ocurrido en otras ocasiones. Otros dicen que se cumplieron las
palabras de la madre del circo cuando dijo que si cierta vecina solterona --una que particularmente por este hecho suscitaba comentarios maliciosos-- le compraba un
vestido que tenía para ofrecer iba a conseguir novio y casarse. Al mes de aquel insólito anuncio hecho a la solterona en presencia de un grupo de mujeres, no sólo se cumplió sino que el inmejorable partido que desposó a la solterona además se la
llevó a vivir fuera de Charrúa “con los argentinos del centro,” como dicen las
comadres cuando se refieren al mundo exterior.
---Miren
qué linda blusa, con este bordado de hilo dorado. No la van a conseguir en ningún lado--- dice la madre del circo, haciendo reposar la prenda entre sus antebrazos; gira
lentamente exponiendo la blusa a los rayos del sol ante los ojos fascinados
de las vecinas.
Marisa,
una joven madre soltera, observa cómo su vecina --una jujeña que no saluda a
menos que la saluden a ella primero-- mira la misma blusa en la que ella ha puesto
sus ojos. Pero la vecina que no saluda habla primero:
---Está muy linda. ¿Tendrá un talle como para
mí?
Marisa simula que no ha prestado atención a lo
que acaba de decir. Ella sabe que las prendas que trae el circo son oportunidades
singulares; hay solamente una prenda por cada oferta, de manera que
habrá que ver quién se queda con la blusa bordada.
---Ay, no. Tengo esta sola.
Se
produce un silencio incómodo y apropiadamente breve, que indica que, en todo
caso, es mejor pasar a la próxima prenda oculta en las profundidades de las
valijas. La jujeña, con quien Marisa apenas el día anterior tuvo un altercado
porque esta última suele escuchar la radio con volumen alto, dice
repentinamente que en realidad a ella blusas no le faltan. Y se inclina para
estirar de una de las valijas otra prenda que es para mujeres realmente más
jóvenes que ella, sin darse cuenta que el más chico de los muchachos del circo
le clava los ojos en el revelador escote.
El orgullo de Marisa le dicta entonces que no se interese en absoluto
por la blusa a la que renunció la jujeña, y procede a un sutil contra ataque diferido,
diciendo que esa blusa bordada es en realidad para pendejas, “cosa que aquí
ninguna es.” Quien así se resiste al sortilegio del circo que pacifica los ánimos puede esperar que le ocurra algo inesperado en cualquier momento.
El
incidente pasa como si nada, las mujeres siguen curioseando y haciendo revolver
la mercancía. El circo lleva ya tres años apareciendo por el barrio; lo hace
con una frecuencia de cada dos o tres meses. Nunca alguien les preguntó de
dónde sacan esa ropa, que realmente es interesante y, sobre todo, accesible para
los humildes bolsillos de los habitantes del barrio. Los de la caravana son
siempre los mismos integrantes. Al hijo mayor y a la hija este año se
les nota que terminaron de pegar el estirón. Extrañamente la madre, quien alguna vez acusó tener 56 años, en algunas ocasiones parece más
joven, en otras aparenta una edad notoriamente mucho mayor. Se enteraron de que sabe curar del empacho y del ojeo cuando le preguntaron por qué se la veía a veces sola por el barrio. Por eso, cuando alguien
necesita curación para esos males sabe que para contactar a la madre del circo hay que averiguar por la casa de qué familia estuvo recientemente de incógnito. Y si
el halo misterio alrededor del circo se limitara a estas
cosas, el lector tendría razón en desdeñar esta historia.
Marisa
permanece junto a las demás mujeres alrededor de los bártulos de ropa aunque ya
ha visto que no hay nada para ella en esta ocasión. Se ha quedado en realidad porque
notó que el mayor, el que le interesa de la familia,
está bastante cambiado. El otro, aunque todavía tiene cara de nene, la mira con ojos
libidinosos, algo que a Marisa le
desagrada. Pero el mayor sí; está crecido y es seriecito --quiere creer ella-- porque sus ojos parecen
reacios a encontrase con los suyos.
La
vecina jujeña y otra que vive enfrente de
la casa de Marisa, que ya han comprado un par de prendas, parecen interesadas
por más. Sorpresivamente la jujeña saca un tema de conversación que detiene a
Marisa justo cuando estaba por volver a su casa.
---¿Cuántos hijos tiene?—pregunta la jujeña a la madre itinerante.
---Estos nomás. Tenía otro, el mayor de todos, que se me murió hace siete años
cuando se cayó del balcón por jugar al carnaval como un loco. Estos chicos,
siempre trayéndonos sufrimientos a los padres…
---¡Ay,
como mi Emilio! Así también mi hijito se ha caído desde allí arriba… --- dice la
vecina de enfrente de la casa de Marisa con voz quebrada.
Los vecinos de pronto recuerdan aquella
desgracia. Marisa también; y le parece que alguna vez uno de los amigos de
aquel Emilio que se cayó anduvo diciendo que ella tuvo algo que ver. ¡Cómo se
le ocurre, pendejo de mierda! Le vuelve la imagen de cuando encontraron el cuerpo
de ese chico que vivía en frente de su casa en el pasillo. Esa noche todos habían salido y empezaron a dar gritos desesperados. Ahí estaba el cuerpo del que la
miraba todo el tiempo desde su ventana y cuando ella iba por la calle; alrededor de su cabeza reventada crecía el charco de sangre. Fue una terrible noche llena
de llantos y consternación que hubiera seguido en el olvido para Marisa de no ser
por la jujeña chismosa que sacó el tema de los hijos de la mujer del circo.
Las mujeres empiezan a abandonar la reunión una tras otra para volver a
sus casas hasta que queda Marisa sola. Pregunta por remeritas para niños pequeños. La conductora del circo le dice a la hija que revuelva en su bolsa.
El mayor de los muchachos se pone en cuclillas y también revuelve una valija y encuentra una con el dibujo del ratón Mickey. Marisa la
toma de sus manos, la estira para probar la calidad de la tela y pregunta por
el precio:
--Tanto --responde la mujer--.
Es muy buena calidad.
--Ah
no, no puedo, mejor déjelo.
--Te
la dejo en tanto menos tanto. ¿Para quién es?
--Para mi hijo. Pero no puedo ahora, estoy sin trabajo y estoy sin
marido.
--Bueno, me lo pegás la próxima vez, no te preocupes.
(Acepta, Marisa. Si pudiera, te daría la
plata yo.)
--¿Cómo decís? –Marisa mira al mayor de los dos hijos del circo como si la voz que acabó de escuchar hubiese provenido de él.
--
Yo no dije nada— dice el chico, desconcertado. Marisa mira al otro –al
menor—pero aquel está en otra, lo sorprendió hurgándose la nariz, además era claro que esa voz no le pertenecía.
--Bueno, nos vamos--, anuncia la mujer.
Cada cual levanta su carga y el circo retoma su peregrinaje con la madre
pregonando por delante.
Marisa entra a su casa, sube a su cuarto que está el piso superior y se asoma por la ventana. En frente está la
casa donde vive la vecina que habló del accidente de su hijo –Emilio, se llamaba--. Aquel chico parecía estar siempre asomándose por la misma ventana por donde ahora ella puede ver a su madre haciendo la limpieza. Le hicieron acordarse de él. Pasaron tantos años de
aquella desgracia. No, siete en realidad. No serán muchos pero en siete años ella salió
con un compañero de su división, al tiempito quedó embarazada, dejó el colegio, se fue de su casa para vivir con él durante tres años hasta que se separaron y tuvo que regresar a su casa en Charrúa con un hijo, sin apellido.
Desde la ventana Marisa se queda mirando la parte más alta de la casa de enfrente; después mira hacia abajo, al pasillo común. Regresan con la duración de un relámpago imágenes del charco de sangre que aumentaba de tamaño lentamente alrededor de la cabeza de Emilio, de cara al piso.
Su hijo de seis años entra al cuarto donde está ella, absorta en recuerdos perturbadores que hasta hoy permanecían borrados. El nene le estira de la falda mientras ella sigue con la vista dirigida hacia abajo, al pasillo común.
Desde la ventana Marisa se queda mirando la parte más alta de la casa de enfrente; después mira hacia abajo, al pasillo común. Regresan con la duración de un relámpago imágenes del charco de sangre que aumentaba de tamaño lentamente alrededor de la cabeza de Emilio, de cara al piso.
Su hijo de seis años entra al cuarto donde está ella, absorta en recuerdos perturbadores que hasta hoy permanecían borrados. El nene le estira de la falda mientras ella sigue con la vista dirigida hacia abajo, al pasillo común.
--Má,
má… mirá aquel el gato que está ahí en el techo…arriba… te está mirando fijo.
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