jueves, 28 de marzo de 2013

UN 8 EN UNA MAÑANA DE DOMINGO





El hombre llegó al centro de la plaza y buscó un banco a la sombra.  Encontró uno cerca del cantero central frente al mástil de la bandera y se acomodó allí.  La plaza a esa hora de la mañana de domingo estaba casi desierta; sin chillidos de niños ni otra fuente de ruidos.  Se dispuso a retomar su novela; la página  estaba señalada con un boleto de colectivo. Cuando se acomodaba en el banco,  con un movimiento torpe quitó sin querer el boleto y perdió la página.  Como solía no prestar atención a la  señalización de los capítulos, trataba de ubicar el párrafo por alguna frase en particular; recordó que andaba por la descripción de Salvatierra, un personaje que le hacía pensar cuánto de psicópata podría haber en él. Así estaba, avanzando y retrocediendo, leyendo párrafos ligeramente y tratando de evitar hechos desconocidos para no comprometer la novedad
    De pronto, sobre la mano que iba pasando las páginas, cayó un enorme y pesado chorro de excremento de pájaro.  La parte sólida, de un verdor oscuro mateado de gris claro, quedó untada a lo largo de su pulgar, y un poco de lo acuoso le había salpicado la bragueta. Puteó y alzó la vista hacia las ramas del árbol debajo del cual estaba sentado, como si quisiera ubicar al pájaro responsable. Sacudió su mano vigorosamente y,  aunque también la frotó contra el banco, aún le quedaba restos de excremento.  Buscó alrededor sobre el suelo; cualquier cosa le serviría para limpiarse. Pero nada, excepto unas hojas de álamo a los costados y sobre el sendero. Levantó un par de ellas; tenían tierra húmeda adherida. Mientras su vista escrutaba ahora el piso al otro lado ---pasto y más hojas caídas---, sintió que alguien se acababa de sentar junto a él. Giró su cabeza para ver al recién llegado y….

        No, no, ¡esto no sirve! Me estoy repitiendo con este comienzo, estoy seguro. Ya había escrito sobre algo que ocurría en alguna plaza anteriormente, en una situación no muy distinta. ¿Qué era lo que pasaba? Ah, creo que el personaje encontraba a un viejo o un loco que después lo desconcertaba con algún disparate. Algo que escribí hace mucho, ahora lo recuerdo. Así que esta media hora de improvisación ha sido en vano, tiempo miserablemente perdido. Pongo el cursor sobre la X del ángulo superior del procesador de texto; y a la pregunta  “¿desea guardar los cambios?” respondo con un golpe de mi índice en “No”.  A este archivo ni siquiera nombre le puse, así que ¡adiós!
     Me levanto y tomo mi saco del perchero.  No creo que hoy pueda escribir algo rescatable, así que salgo a la calle. Un poco de aire fresco me hará bien, una caminata a esta hora de la mañana de domingo, después de haberme encerrado en mi departamento durante el sábado por la lluvia odiosa que no paraba.
      En la entrada, el portero me saluda amablemente a pesar de que con respuestas secas suelo frustrar sus intentos de entrar en confianza. Dicen que el fútbol es capaz de poner a conversar a dos personas totalmente desconocidas en cualquier lugar. ¡Ya lo creo! Donde trabajo, nuestro recalcitrante  gerente de área es de los que prefieren las formalidades; mantiene celosamente la distancia con los subalternos, así que nada de tutear; pero, gracias al fútbol, un cadete que puede haber comenzado apenas hace un par de meses, palmada de por medio, puede decirle al gerente que su equipo “la tuvo adentro”. Sí, el fútbol acerca a la gente y rompe barreras, pero en un nivel inocuo, si se piensa un poco, porque el cadete seguirá con su sueldo de cadete y el gerente seguirá con su sueldo de gerente; mientras que en las sintonías que no son de fútbol, todos siguen compitiendo y odiándose. Ah pero eso sí: todos contentos y prendidos a la pasión de multitudes.

   ---Buenas.  Lindo día, eh— dice el portero, escoba en mano. Sobre su mesita está desplegada “La Nación”.
     Sorprendo al portero con un tono bastante amable para de nuestro trato habitual: 
   ---Ah sí.  Por fin paró de llover.       
       Mientras digo esto, con una cara que no disimula   mi extrañeza,  dirijo la vista al enorme diario sobre su mesita. Él lo advierte, estoy seguro.  Siento que está a punto de referirse a esta circunstancia, pero prosigue con el asunto del tiempo.
  --- Sí, ta lindo pa’ salir. ¿Se va a pasear?
  --- Mhm, sí, salgo un rato…
    En realidad con las respuestas reservadas lo sigo alienando como siempre.  Finalmente, emerge el detalle del cambio de diario.
 ---¿Quiere llevarlo después? Yo no leo este diario. Lo compré porque trajo unos talones para el cine con descuento, que si no…
  ---Ah, gracias, pero ando con poco tiempo.  Qué bueno que los vouchers puedan ser aprovechados por todo el mundo–. Y agrego consciente de que mi tono simpático es falso ---: El que está “firme junto al pueblo” debe ser más entretenido, ¿no? Con toda la sangre y los cola-less de las modelos... ¿O es el otro, El Diario Popular?
    A pesar de que el portero mantiene la sonrisa ahora hay una sombra de hostilidad en su cara. Su respuesta es directa.
 --- En realidad a La Nación ni la leo aunque me la regalen. Me gusta el fútbol, así que leo el Olé o Crónica.
   Los intentos de empatía se empiezan a evaporar.  Su vista ahora está dirigida hacia lo que pasa más allá de la puerta de entrada al edificio, sobre la calle.  De repente y sin mirarme me dice ---Bah, creo que la mayoría de los hombres normales piensan lo mismo en cuanto al fútbol y los diarios…
     No pienso contestar esa barbaridad como se merece. Que siga con su escoba. Yo salgo a la calle.  Al pasar veo mi reflejo en el espejo de la entrada. Algo en mi aspecto confirma que nada tengo que ver con el portero o la gente como él.  ¿Acaso tomarme unos minutos diariamente para enterarme la situación del eterno campeonato me hará calificar para ser un hombre "normal"?

     Voy por la calle con andar despreocupado.  El cielo se está limpiando hacia el sur.  El resplandor del sol está empezando a bañar los pisos altos de las  casas. Después de que ha llovido hay que andar pisando con cuidado. Pero es tarde porque una baldosa floja eyecta un chorro barroso que ensucia mis zapatos.  Sigo caminando sin rumbo. Aunque no son las ocho todavía hay bastante tránsito en el barrio. Un grupo de adolescentes que se acerca por la vereda parece regresar de una noche entera de baile. Vienen en dirección opuesta y, al ser cuatro, ocupan casi toda la vereda. Avanzo ahora con paso resuelto en línea recta, asumiendo que uno de ellos cederá su lugar.  No sólo nadie lo hace sino que debo atajar a uno de ellos que camina tambaleándose; cuando paso a su lado, su cuerpo cae sobre mí. El contacto de mi mano contra la manga de su camisa me produce una arcada porque está embarrada con vómito.  Sus compañeros se burlan del ebrio y lo jalan del brazo. Siguen de largo ignorándome por completo.
     Me detengo frente a la ventana de uno de esos bares que son cada vez más raros, esos que tienen ceniceros cuadrados de metal Cinzano y que no han sido todavía reformados por esa tendencia que hay ahora de pintar una pared de rojo fuerte, de instalar luces dicroicas y colocar plantas. No, éste se encuentra prácticamente en penumbras, aprovecha la luz exterior. Detrás del mostrador se ve a alguien que debe ser el patrón, un tipo con cejas de una sola pieza que se mete el dedo en una oreja. Detrás de él, sobre la pared, hay un reloj con la propaganda de Minerva, toda una reliquia.  Decido entrar para tomar un cortado mientras leo el diario si lo tienen. Llamo al mozo, otro tipo cuya actitud entona perfectamente con aquel mundillo en extinción.
  --- Qué tal. Tráigame un cortado. ¿Tiene el diario?
      Pasan unos largos segundos antes de que me conteste, durante los cuales pasa una rejilla húmeda y rancia sobre la mesa desnuda. Lo miro a la cara aguardando la respuesta. Él, esquivándome, mira por sobre su hombro hacia una mesa que está cerca de la entrada. Allí hay sentado un anciano inclinado sobre un diario; parece estar escribiendo algo en él.
--- ¡Celestino! ¿Me da el diario? Lo están pidiendo por acá.
 ---Ah no, no.  Si hay uno solo, déjelo---, le digo al mozo.
 ---Siempre hace el Claringrilla ---.  El mozo hace un chasqueo de fastidio con la boca---. Está con eso desde que abrimos.  A ver, péreme…
     Lo detengo, casi tomándolo de la manga del delantal rojo.
--- Mire, mejor déjelo.  Me voy.
--- No, no. Si no le prendo el televisor…  
  Saca un control remoto del bolsillo y enciende el televisor que está por encima del viejo del Claringrilla. Hay un partido de fútbol que obviamente no es en vivo. El mozo ahora parece más pendiente del partido. De pronto se une al anciano y al gallego detrás del mostrador en un grito al unísono: ¡GOL! Creo que si yo fuera a sacar la plata de la caja registradora nadie se daría cuenta.  Me levanto y salgo del bar.

     La mañana se está poniendo un poco más radiante. Para ser otoño y teniendo en cuenta la hora, el tiempo está nada fresco. Pesado en realidad. Cruzo la avenida Caseros y voy en dirección a la plaza. Ahora que la han enrejado está mejor cuidada. Voy a atravesarla. Una pena que no haya traído mi block para anotar algunas ideas. Quiero escribir un cuento sobre personas… digamos…  no tan convencionales; un poco solitarias. Sé que no es muy creativo escribir sobre uno mismo.  Es un recurso bastante trillado. El tipo que se escapa de donde vive y va en busca de algún suceso inesperado…    
     Me empiezo a aburrir, a frustrar por no haber conseguido escribir algo aún desde que empezó el fin de semana. Y esto de crear historias a contramano del bullir del hombre ordinario, del que se motiva con su ambición/necesidad lógica de dinero, sazonada con esa pasión fascista y controladora que ejercen los comportamientos y rituales masivos (y secretos), el celo por mantener la hegemonía machista… me haría sentir más frustrado aún. En definitiva, ¿quién va a leer mis cuentos? ¿Cuántos se interesarían por mis historias…? ¿Cómo es que me llamó el portero del edificio…?

  Ya me encuentro en el centro de la plaza. Suena la llegada de un mensaje a mi celular,  o debe tratarse de una de esas promociones que a nadie interesan. Al sacar el celular del bolsillo interno del saco lo suelto sin querer; rebota en el sendero asfaltado de la plaza y termina debajo de un banco que está ocupado. Me dejo caer sobre el mismo banco para rescatarlo de entre unos pastos crecidos. El hombre que está sentado al lado se está limpiando la mano con una hoja seca de árbol. Ya sé: es excremento de pájaro. Le han estropeado un momento de lectura al pobre. Me ha pasado también: la mierda que me había caído de las ramas altas me dejó una mancha embarazosa, como si me hubiera orinado un poco.  
    Ya agarré mi celular, estoy por levantarme para continuar mi paseo sin rumbo.  Sin querer mi mirada se encuentra con la del lector perturbado. Nos miramos en silencio por un instante. Mi primera reacción es como la de alguien cuando encuentra en el espejo una lamentable imagen de sí mismo con una espantosa resaca. Pero enseguida me inquieta que mis sentidos me estén confirmando que estoy despierto y que todo alrededor es real. Aparecer en mi cama liberando un grito aterrador es todo lo que deseo en este instante.
       A los que viven pendientes del campeonato de fútbol y todo lo demás --la gente normal, según el portero--, supongo no le pasarán estas cosas.




   


1)  Expresión humorística inventada por Maradona. La idea es que alguien "te penetró", si lo decimos en lenguaje neutro. Se podría parafrasear como que " te embromaron     o te ganaron". For English speakers' sake: This humorous expression was coined by Maradona. It means you`re fucked.

 (2)   La Nación es un diario orientado a los intereses de la clase media, clase media alta. (A spreadsheet type of paper)

 (3)  Slogan del diario "Crónica",  similar al tabloid The Sun de Inglaterra.




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MIRE ATRÁS AL BAJAR


¿Y si hoy llega el fin del mundo?  No tengo mucho por perder aunque todavía no cojí con ella. ¿Y si ocurriera justo en ese momento…? Mejor: no quisiera dejar hijos en este mundo. No sufriría en mi vejez tampoco.  ¡Pero con un día así de lindo a quién se le ocurriría!
   
      ---¿Bajás?
      ---No sé. Ah, sí.



                         




sábado, 23 de marzo de 2013

DOMINGO (2003)



Esquina de Charrúa e Itaquí vista desde la vereda de la escuela.














Doña Maura sacó su banquito para sentarse a la puerta de su casa en el pasillo. No pudo quedarse mucho tiempo ahí para tomar el aire de la tarde porque había mucho tránsito de gente que transportaba sus muebles desde una camioneta hacia una de las casas del fondo donde el dueño usualmente alquilaba piezas. Pasó al lado de ella el inquilino nuevo sin mirarla siquiera. La gente hace lo que quiere en este barrio, pensó doña Maura; ya no se sabe quiénes van a ser tus vecinos, de dónde provienen o por cuánto tiempo van a  quedarse. Era algo que de un tiempo a esta parte se había hecho muy común.

     Doña Maura tomó su banquito y se metió a la casa. Entró pensativa y miró la escalera que conduce al piso de arriba donde nada más había una pequeña pieza. Siguió, y a la derecha estaba la cocinita donde se aseguró que no le quedaran platos o vasos sin lavar. A la izquierda estaba el comedor, pequeño pero con suficiente espacio para una mesa con cuatro sillas y un modular de aserrín prensado con el televisor puesto sobre él y algún otro humilde mobiliario.  Antes todas las casas de Charrúa eran iguales, y se parecían a la suya, pero la mayoría estaban siendo reformadas; había obras por  todas partes. Por eso en las paredes de la casa habían aparecido rajaduras cerca del cielo raso. Su marido solía decir que las producía el tirón de las columnas y los encofrados de las contrucciones contiguas. Si él hubiera estado vivo seguramente también habrían reformado la casa. Pero no era necesario, sólo tenía una niña todavía en edad escolar y la casa les alcanzaba y sobraba.

    Más de una vez en la feria que se arma los sábados se le había acercado alguna vecina de esas que parecían estar siempre procurando progresar para preguntarle si tenía pensado vender su casita. “No pues, ¿adónde iré a vivir?” les contestaba doña Maura. Y era cierto: en esa casita había vivido de su pequeño kiosquito que no era tan surtido como los tantos otros que había alrededor, y también de la costura de partes de ropa que le traía un fabricante coreano. Como sea, estos últimos años había sabido arreglarse desde que quedara viuda. 

    Más tarde Doña Maura se sentó a la mesa junto a su hija para comer. En la televisión había un programa sobre alguien que viajaba por el mundo; pero su oído estaba acostumbrado a los golpecitos en la ventana cuando alguien venía a comprarle algo. Su hija comía en silencio y también veía sin mirar las maravillosas vistas de otras ciudades que mostraba la pantalla.

      --- ¿Ya te has preparado para la escuela?

     --- Mi ropa está en la soga. Tengo que traerla y plancharla.

      ---Apurate, ya van a ser las diez.

      La hija se levantó, lavó su plato en la cocinita y subió la angosta y empinada escalera de cemento desnudo que conducía a la terraza de la casa. Alguien golpeó la ventanita, doña Maura entró al cuarto del kiosco para atender. Era un niño de la casa donde estaban de farra desde que oscureció; vino a comprar dos cervezas. Doña Maura le dijo que le faltaba un envase, que tenía que cobrarle una seña. El chico miró la plata que tenía en la mano y regresó a su casa. Cuando ella apagó el televisor, se escuchó la música que estaban poniendo en la casa de donde vino el chico. Hasta qué horas estarán, se preguntó; a ella no le importaba mucho pero al pobre de don Justiniano sí, porque se levantaba muy temprano para ir a trabajar a una obra en la provincia.

    El chico estaba por entrar otra vez al pasillo donde estaba la ventana de doña Maura, pero otra vecina que también tenía kiosco estaba parada a su puerta. El chico entonces se sintió obligado a comprarle a ella sin que alguien pronunciara una palabra.

    Eran casi las once, el fin de semana estaba llegando a su fin. ¿Pero era sólo el fin de semana? Doña Maura pasó la escoba por el comedor y el cuarto, bajó la persiana del kiosco (“a la otra le habrá ido a comprar el chico”).  Antes de cerrar con llave e ir a la cama tenía que ir a tirar la basura. Preparó la bolsa y antes de salir a la calle pidió a su hija que planchara rápido. Caminó por la vereda en dirección a la esquina de avenida Cruz, donde estaba el contenedor. Dejada la bolsa, se dio vuelta y tenía al barrio de frente. Le pareció que estaba cada vez más cambiado y que conocía cada vez menos a la gente. “Inquilinos son la mayoría,” concluyó, mientras volvía a su casa lentamente por el medio de la calzada. Por un instante experimentó algo nuevo durante ese mismo recorrido a su casa que había hecho por siempre. Uno de los postes de luz proyectaba su sombra, pequeña y cansina, y doña Maura debió mitigar el fugaz desasosiego que le produjo ver su sombra ligeramente más encorvada respecto de  otras noches.

   Madre e hija se metieron a la cama y las luces se apagaron. Quedaron la música de cumbia retumbando desde la casa del chico y los ladridos de los perros cuando algo que pasaba por la calle los alborotaba.
     
      Domingo. 








¿QUE OCURRE EN LA CALLE CUANDO TODOS ESTAN DURMIENDO? (1977)


Cuando uno es niño, hay preguntas que se te ocurren todo el tiempo sobre lo que pasa a tu alrededor. Algunas no te dejan tranquilo hasta que lográs averiguar la respuesta. Tus padres son generalmente los que cargan con la pesada tarea de satisfacer la curiosidad que te despiertan las cosas que te rodean en el mundo, tan inmenso y con tantas cosas para entender de él. Esto me pasó cuando tenía ocho años.

 --- Papá, ¿qué pasa en la calle cuando todos están durmiendo?
 --- ¿Eh? ¡Shhh!  Callate un poco.
     Mi papá se fastidiaba fácilmente con la insistencia de mis preguntas, especialmente si estábamos cenando y pasaban las noticias en la tele porque a mí, fuera de los dibujitos y de las películas fantásticas, no me importaba nada. Una noche, durante las propagandas finalmente me atendió:
 ---¿Cómo qué pasa? ¡No pasa nada!
 ---¿Nada? Pero yo digo, antes de que salgas al trabajo, ¿qué pasa en la calle?
    Mi papa revolvió los ojos.
 ---Nada, porque todos están durmiendo. Ahora callate por favor. Apenas tocaste lo que tu mamá preparó.
     Y regresó aquella música del noticiero junto con la voz grave y aburrida del hombre que decía cosas de las que no tenía idea de qué significaban.

     Días después, con Gustavo Morínigo –-un amigo/vecino de  aquel entonces-- luego de haber conversado sobre aquella inquietud en distintas oportunidades,  por fin decidimos averiguarlo por nosotros mismos. Investigamos sobre la hora de la salida del sol y planeamos levantarnos un domingo de primavera a las cuatro y media para salir a la calle.
     Quisiera decir por mi parte que yo esperaba encontrar algo especial o fuera de lo normal; no sabía exactamente qué, tal vez algo como lo que veía en esas películas antiguas que pasaban en Teleonce sobre avistamientos de seres extraterrestres y viajes por el espacio.  Así que el domingo acordado sonó el despertador que puse debajo de mi almohada, me vestí y me deslicé hacia la calle, más sigilosamente que nuestro gato cuando andaba por la casa.
     Luego de cerrar la puerta de calle, fui unos metros directamente a la ventana de la casa de Gustavo, pero ni señales de él. Golpeé entonces despacito la persiana un par de veces, lo cual provocó el ladrido de algún perro en alguna de las casas. Finalmente el pobre de mi amigo apareció por la puerta con tal cara de dormido que lamenté haberlo sacado de la cama. Ya estábamos listos, simplemente debíamos caminar un poco y explorar…
     Quizás sea gracioso para el que lea esto pero, para mi mente de ocho años, esta oscuridad constituía un fenómeno totalmente ajeno a la oscuridad de la noche cuando jugábamos bulliciosamente en la calle hasta que nuestras madres nos llamaban para comer y cerraban la puerta con llave. Lo que pasaría ahí afuera más tarde cuando me desvelaba era un verdadero misterio. Un misterio a veces magnificado por los rumores de la noche, el coro de los grillos de la zanja y el creciente silencio que a veces era perturbado por algún ruido repentino y pasajero.    
      Mi amigo y yo comenzamos a caminar como astronautas que habían aterrizado en un planeta extraño. Las casas, la calle, los árboles, todo estaba envuelto en esa noche diferente. Pronto observé una criatura baja cruzar rápidamente de vereda a  una cuadra de donde estábamos. ¡Mirá! Le dije todo sobresaltado a Gustavo; me contestó que no era más que un perro callejero. Ahora que lo pienso, qué bueno que el Loco Lagaña no anduviese por allí en esos momentos: ¡habríamos protagonizado la película más escalofriante de nuestras vidas! Sin embargo, sin que lo supiésemos entonces, pasaban cosas infinitamente peores en el mundo de los adultos.  
     Se me antojaba que éramos los únicos seres humanos fuera de la cama en el mundo en esos momentos,   aunque, pronto, un resoplido potente que provino de Avenida Cruz nos arrebató esa sensación incomparable. Giramos la cabeza y vimos bajar de un colectivo a alguien que luego pasó cerca de  nosotros, mirándonos con la misma cara que ponía mi papá cuando lo molestaba con mis preguntas.     
    
       Nada por aquí.... nada por allá... Fuimos entonces a sentarnos al pie de un gran árbol que en esos años estaba justo en una esquina donde la calle principal del barrio, Charrúa, se encuentra con la Avenida Cruz y la gran expansión verde alrededor. Desde el árbol se veía nuestro barrio casi hasta el otro extremo de la calle.
    A medida que pasaban los minutos crecía nuestro desencanto por no encontrar nada fuera de lo común, y empezamos entonces a charlar de cualquier cosa como cuando nos juntábamos de día.  Veíamos que en el cielo sobre las casitas del barrio se iba aclarando (para mí el sol salía por detrás del terraplén de las vías del ferrocarril, al fondo en dirección de F. Rivera), las estrellas se iban desvaneciendo. La conversación ya había decaído; estábamos sentados al pie del árbol seguramente preguntándonos sin decirlo para qué nos habíamos levantado tan temprano. Yo estaba a punto de hablar de otra de mis inquietudes acuciantes pero  --viendo la cara del pobre de Gustavo-- decidí dejarla para otro momento.
    ---Che, tengo sueño. Yo me voy — dijo mi amigo.
    ---Sí ---. Y mi bostezo demostró lo sabio de su decisión.
     Ya nos habíamos levantado para volver a nuestras casas, cuando repentinamente unas luces rojas aparecieron de la nada, proyectándose como un veloz remolino hipnótico sobre las paredes de las casas, los árboles y nosotros mismos.  Por un momento se restauraron mis ilusiones del principio de nuestra aventura pero Gustavo dijo que era un patrullero. Miré también y ¡cómo lamenté que fuera cierto! Que esas luces hubiesen provenido del espacio exterior era todo lo que deseé en ese momento. Todavía quedaba bastante de esta noche distinta que habíamos salido a explorar. 
   ---¡Eh! ¡Ustedes dos, vengan acá! –-, ordenó con voz estridente el policía que iba al volante. Nos acercamos en silencio. ---¿Qué carajo están haciendo acá a esta hora?
      No podíamos ver los ojos del que nos hablaba porque la visera de su gorra casi los tapaba; era un gordo de bigotes.
       Por suerte contestó Gustavo. Si hubiera hablado yo, habrían escuchado mis ideas fantásticas. Un policía que iba al lado del conductor nos cegaba con una linterna. Se escuchaban voces mezcladas con bips y ruidos como de frituras  que provenían de un aparato que había en la patrulla (testarudo como era yo, me alegré íntimamente de haber obtenido al menos un elemento como venido del cosmos).
   ---¿Saben que si queremos a ustedes los llevamos con nosotros, y no los vuelven a ver nunca más, ni sus papás ni sus mamás ni nadie? --- nos dijo el de la linterna después de apagarla. Era un hombre de cara chupada, que al hablar giraba la cabeza escrutando lo que pasaba alrededor.
      Permanecimos callados. Creo que a los dos nos aterró por igual la idea de que nos llevaran esos policías feos; no parecían estar bromeando.
   ---¡Vayan a sus casas ya!---, tronó el conductor de tal manera, que me causó más miedo que cuando mi papá estaba muy enojado. De hecho a Gustavo y a mí nos sacudió el estallido de la orden; yo casi me puse a correr.
      La patrulla arrancó de golpe y, doblando por la esquina de la avenida, desapareció de nuestra vista. Gustavo y yo caminábamos apresuradamente cada uno a su casa con una mezcla de temor y vergüenza. Lo único que nos dijimos fue chau.
      
    
      Cuando me levanté unas pocas horas más tarde, me pareció que la aventura había ocurrido hacía muchísimo tiempo; incluso creí que podría haber sido un sueño. Durante el desayuno con mis hermanos y mi mamá, estuve tentado de comentar lo que nos había pasado más temprano, pero logré quedarme callado. ¡Cómo me habrían retado si les hubiera contado!
     Años después aprendería sobre la historia de nuestro país, sobre los desaparecidos y los abusos de la dictadura militar. A menudo me he preguntado si en aquella aventura nuestra estuvimos realmente cerca de aquel horror.


AYALA 197? >>>>






Dicen que Ayala perdió la pierna en una peligrosa aventura con sus amigos de Charrúa hacia el final de su infancia hace ya muchos años, no sé decir cuántos. El que me contó la historia dijo haber recibido la versión directamente de uno de los protagonistas.
      
     En los años setenta, el interminable 
convoy de vagones de carga de la fábrica Alba —hoy abandonada— recorría regularmente los rieles inferiores, paralelos a las del tren de pasajeros de la línea Belgrano Sur, que corren sobre un terraplén. Los rieles del convoy de carga se extendían a lo largo del "desfiladero" que se formaba entre este terraplén y las paredes de fondo de una sucesión de fábricas y depósitos. Así que, para los de inquieta imaginación, la vista de aquellos formidables vagones grises que se movían lentamente por el desfiladero debió haber evocado alguna aventura como en las películas.  
    
    Me contó esta persona que Ayala y sus dos amigos venían de sus correrías en la comarca de los fantásticos pinos de la Avenida Roca, de los cuales caía un preciado fruto comestible que debían recolectar antes de que los guardias de la comarca  llegaran para capturarlos y expulsarlos de allí.
    Dejada aquella aventura atrás ese día, el trío de aventureros volvía a Charrúa por la calle Erezcano, a diferencia de otras veces, en que lo hacían escalando el terraplén de las vías del tren a la altura de la calle Bonorino.  Esta vez para llegar al barrio por la calle Itaquí debían cruzar por debajo del puente del tren por donde corren las mismas vías del terraplén.
     
    Llegando entonces por Erezcano al cruce con las vías inferiores, encontraron que la imponente marcha de los vagones grises en dirección a Villa Soldati les bloqueaba el paso avanzado casi a paso de hombre. De pie frente a este gigante que gemía ruidos pesados, Ayala y sus amigos se miraron entre sí sin decir palabra. La contemplación del monstruo cuyo largo parecía no tener fin hizo que se enervaran nuevamente sus espíritus heroicos. Ayala fue el primero que se puso a caminar por el desfiladero la par de esta gran serpiente, buscando el punto y el momento en que la abordaría. Debía hacerlo pronto antes de que se terminara la pared y comenzara el campo de la cancha de Crespo (Una verdadera llanura como de tres manzanas de extensión, en la que cabían varías canchas de fútbol  marcadas e improvisadas, a esa hora desiertas. Este campo estaba separado de las vías del ferrocarril por una malla alta de alambre).
     Los amigos de Ayala lo siguieron en fila india apurando el paso por este mismo espacio angosto, aplastando pastos crecidos y plantas que exhalaban un aroma frío, además de montículos de basura que se acumulaba junto a aquella gran pared continua de las fábricas. Tenían que caminar con paso resuelto para no quedar lejos de Ayala.
      De pronto, uno de los amigos dio aviso de que un guardia de la enorme serpiente se estaba acercando desde Erezcano, blandiendo la bandera del reino de donde  provenía la serpiente.

      
— ¡Eh! ¡Salgan de ahí pendejos de mierda!—, gritó el guardia.

       Ayala fue el primero que trepó por una escalerilla del vagón en uno de sus extremos. Uno de los amigos lo imitó en el vagón de atrás. La ambición de Ayala era subirse al techo del vagón y desde allí contemplar glorioso la gran llanura de la cancha de Crespo.
     Otro guardia de la gran serpiente apareció desde la otra punta. También les gritaba y se acercaba corriendo hacia ellos. El tercer amigo, viendo al guardia aproximarse amenazante, decidió resignar la proeza y huir trepando el alambrado que cercaba la cancha de Crespo. Si no se hubiera asustado tanto habría entrado al césped de la cancha a través de un agujero que había en el alambrado.

       Colgado de la escalerilla del vagón, Ayala luchaba por llegar al techo. La estirada sombra del tren en movimiento ya se proyectaba sobre la gran llanura. Quizás  Ayala estaba deseando que el amigo que había escapado lo viera pasar glorioso a él sobre el techo. Pero un falso movimiento de la trepada y el miedo de fracasar, sumado a un sacudón de la gran serpiente hicieron que perdiera el equilibrio y quedara asido a la escalerilla pataleando en el aire, desesperado por llevar nuevamente un pie a un peldaño. Casi lo lograba pero su propio peso o algún golpe doloroso de la maniobra lo hizo descender bruscamente. Sus manos no pudieron agarrar dos o tres peldaños. Más desesperado ahora porque iba pataleando no tan lejos del suelo, con un pie tanteaba algún apoyo en el otro lado de la esquina del vagón. Trató de asirse de las cadenas y uniones con el vagón de atrás, pero estaban lejos de su alcance. Finalmente, todo despatarrado, su cuerpo descendió aún más hasta que sintió el calor del riel en movimiento en el suelo, incluso el golpe sucesivo de los durmientes. Uno de los amigos que había trepado al vagón de atrás dijo que escuchó un alarido breve, desgarrador, por sobre el ruido de la pesada marcha y que hubo otro leve sacudón.
  

     A Ayala yo lo he visto cuando él tendría treinta y tantos. Es posible que fuera la persona que más velozmente se desplazara por el barrio. Andaba en su bicicleta desde Avenida Cruz hasta Fructuoso Rivera casi más rápidamente que un auto. Creo que todos se maravillaban de su habilidad con la bicicleta a pesar de tener solo una pierna que, por cierto, había desarrollado gran robustez. Cuando no andaba sobre ruedas, se movía saltando vigorosamente y aun así era muy ágil.
  Aclaro que yo nunca he tratado directamente con él; solamente lo he visto pasar decenas de veces.  Me causaba curiosidad qué le había pasado realmente, cómo era esa leyenda que se contaba en el barrio.

   
Y de este muchacho Ayala, ¿cuál es su nombre de pila? —, pregunté al que me refirió la historia.
    
No. Ayala no es su apellido. Le decían Ayala por “hallala a tu pierna”.

    Aunque el chiste era cruel, no pude reprimir la sonrisa. Quizás sin este remate la tragedia hubiera sido demasiado fuerte como para tomarla dado cierto estado de ánimo. Por algún motivo, sin embargo, nunca pude saber cuál era el verdadero nombre de aquel personaje mítico de nuestro barrio Charrúa.

jueves, 21 de marzo de 2013

¡PIDO LA PALABRA! (Reunión de la Comisión Vecinal) (1989)

  

 —Vas a ir a la reunión vos – me ordenó mi mamá mientras de la olla subía el irresistible aroma del saise.

 —¿Otra vez? —, me quejé con terrible fastidio. La vez pasada fui yo. Son muy aburridas esas reuniones. Nunca queda algo en concreto.

   Mi mamá había decidido que yo sería el representante de la familia en las reuniones de la Comisión Vecinal. Ya tenía diecisiete años y podía asumir esa responsabilidad. Ella insistía también porque la firma de los presentes quedaba asentada en los registros (bah, en realidad se trataba de un cuaderno) . No quería que se dijera que los Castillo éramos de esos vecinos irresponsables e indiferentes a las reuniones en las que se trataban asuntos vitales para el barrio.

 

  “Señores vecinos, en el día de la fecha, a horas 10 AM,  la Comisión Vecinal celebrará una reunión para tratar el siguiente orden del día: a) Marcha de los trámites de la adjudicación de las tierras ante la Municipalidad; b) Problemas de la luz ante Sejba, c) Construcción del Polideportivo y el Centro de Salud; d) Informe de las distintas carteras de la Comisión, e) Varios.

Por tratarse de temas de suma importancia para la vida de nuestro barrio, ¡insinuamos que no dejen de asistir!

 

    El propio presidente de la Comisión –don Rodolfo Domínguez–, repetía esto una y otra vez  a través de las bocinas instaladas en las esquinas.  Su apremiante voz distorsionada se metía por todos los rincones del barrio.

    A pesar de mis berrinches de adolescente, terminaba cediendo al pedido de mi mamá e iba a "La comisión" en nombre de la familia. No podía decirle que no; ella me lo daba todo y además, ¡tenía que preparar el almuerzo del domingo!

    Así que marché hacia la “escuelita” –como le decían al local de la Comisión Vecinal— que estaba a dos cuadras de casa, a la hora indicada por la convocatoria, lo cual resultaba innecesario porque, salvo dos o tres vecinos que esperaban dentro del salón, el resto caía como una hora más tarde.

   —¡Ay, pues, cómo no vienen éstos! ¡La ropa tengo que lavar! –se quejaba doña Dorotea, que asistía con su delantal de cocina manchado.

   —¡Ni se mosquean! Digan que van a dar trago gratis ¡y corriendo van a venir!— Este era Anselmo, con toda la sorna que alguien puede expresar, las manos al bolsillo del pantalón,  flexionando las rodillas.

   —Mirá pues al Lautaro. Primero está su verdulería. Nunca viene a la reunión— se indignaba don Sejas, mirando al verdulero a través de una de las ventanas del local. El tal Lautaro bajaba cajones de frutas de su F-100 con sus hijos a media cuadra del local de la reunión.

  —Don Rodolfo, ¡el domingo más bien debe hacer la reunión, pero…! — le dijo don Sejas al presidente de la comisión. Éste respondió que no era conveniente superponer la reunión con la misa de la capilla del barrio.

     —¡Qué misa ni misa! Al cura también lo dejan plantado — se reía Anselmo.

   —Es distinto: el cura dice su misa y se va, y el barrio sigue igual—, contestó don Rodolfo Domínguez con una seriedad que apartaba las humoradas—. Esto es otro asunto—, agregó sentencioso—:  La comisión trabaja en cosas que ni Dios ni la virgencita pueden hacer.

      Pensé que si mi mamá hubiera escuchado a don Rodolfo hablar así de la virgencita se habría escandalizado, tan religiosa que era ella. Tal vez pudiera usar esta conversación para zafar de la carga de ser el representante de la familia.

 

     Por fin a las once y cuarto más o menos,  una docena de vecinos se apiñó en la puerta del local. Algunos, viendo que la reunión no comenzaba, se alejaron para no volver nunca más. Yo lamentaba no haber hecho lo mismo, pero mi mamá luego me inquiriría sobre los temas tratados. La adjudicación de los terrenos y el progreso del barrio eran asuntos demasiado importantes como para  que yo me escapara por mis afanes de adolescente.

    —¡A ver, pasen por favor, vamos a comenzar la reunión de una vez. Nosotros también estamos ocupados y no podemos pasar toda la mañana aquí! —. Batiendo enérgicamente las palmas, Don Rodolfo Domínguez instaba a la gente que se asomaba a tomar asiento en los bancos dispuestos en el local.  Luego se ubicó en la posición del Presidente detrás de las mesas para los miembros de la Comisión Directiva, la mayoría de los cuales recién llegaba en ese momento.

    El tesorero, don Velázquez, se me acercó de pronto y me pidió que tomara la función del secretario de actas, ya que nada se sabía de aquel desde que viajara a Bolivia para carnaval. Yo iba a negarme rotundamente pero ya me estaba arrastrando del brazo para ubicarme detrás de la mesa de la comisión directiva.

    —Mire, yo no sé nada de esto— le dije a Velázquez.

    —Fácil es, joven. Todito lo que se diga, escríbalo—, me alentó el tesorero dejando el libro de las actas en mis manos. Lo abrí para ver cómo anotaba el secretario  desaparecido para que yo hiciera lo propio. Velazquez me miró de vuelta para asegurarse de que hubiese entendido: "Todito escríbalo".

     Observado esto, don Rodolfo anunció ceremoniosamente que “el joven Castillo asumirá las funciones del secretario de actas”. Levanté la vista del cuaderno para ver la reacción de la concurrencia ante semejante honor que se me encomendaba.  Sólo noté caras de aburrimiento e impaciencia en los vecinos sentados enfrente que –no sé cuándo habían llegado— ya eran un número considerable.

     En las dos ocasiones en que había asistido anteriormente suplantando a mi mamá, me había causado gracia la ceremoniosidad con que se celebraban estas reuniones. Don Rodolfo dirigía el desarrollo, pidiendo que el secretario leyera el orden del día. Luego uno a uno los miembros de la comisión iban presentando los informes de las actividades y gestiones que se llevaban a cabo.  Los vecinos participantes escuchaban pacientemente por todo lo que duraban las deliberaciones y discusiones. Cuando intervenían levantaban la mano y decían. “¡Pido la Palabra!”  Y una vez concedida la palabra, había realmente que estar preparado para lo que venía.  El secretario de actas asentaba las mociones que se presentaban y el resultado de la votación, y aparentemente todo lo demás.

      En aquella oportunidad me tomé en serio la función, ¡cómo me maté por dejar asentadas las trascendentales intervenciones en la reunión! La gente hablaba más rápidamente que lo que podía escribir, así que abreviaba arbitrariamente. Si tuviese que transcribir lo que anotaba se leería algo así:

 

Presidente: Hemos ido el mierc pasado a la comis munic de la vivnda. Nos recibio el arqto Scatini, elevo a intendencia planos aprob p/catastro. Prox semana reun con secret de XXxxx (completar) Necesit tener pers juridica, tramite ante Insp gral..xxxx(completar) necesitamos dos voluntarios para gestionxxxx    ¿ quiénes se anotan para ir…?

 

Vecino Justiniano Careaga: dice q no sabe qué es person jurdica

 

Vecino Demetrio Apaza: Propone a su mujer p/  gestion de pers juridic

 

Vecino Anselmo dice q Apaza quiere librarse de su mujer  x  eso la manda….

 

Presidente pide orden, silencio!!!!  Explica que  signifc. Persr jurid—--

 

(garabato)

 

       Me daba la impresión de que la explicación de don Rodolfo utilizaba un vocabulario demasiado técnico (con todo el respeto que me merecen aquellos vecinos presentes) –y hasta diría yo— con un matiz intimidatorio. De esta exposición que hizo el presidente se concluía  que, vaya a saber en virtud de qué requerimientos legales, el trámite de la personería jurídica para la Comisión Vecinal era un requisito ineludible para avanzar en las gestiones con miras a la adjudicación de las viviendas. Por supuesto, no pude escribir todo lo que el presidente explicó. Completaría esa parte preguntándole a él más tarde. Y por cierto, ¡el hijo de puta del secretario de actas estaría pasándola muy bien en Bolivia mientras yo estaba aquí clavado cubriéndolo!

  —Necesitamos a otra persona más para ir a la Inspección General de Justicia— dijo don Rodolfo, y mirando al costado de pronto me espetó —¿ A lo mejor usted, joven Castillo, pueda sumarse este lunes?

  —Sí, usted nomás vaya pues, joven— dijo una señora que estaba sentada en la primera fila. Otros opinaron que los jóvenes estábamos mejor preparados para tal misión; hubo un gran murmullo de aprobación.

     En ese momento me dije ¡ya me va a escuchar mi mamá! Pero también recordé que ella inspeccionaba cómo me iba en el colegio, lo cual me inspiró la respuesta que estaba necesitando.

  —Lamentablemente tengo mucha tarea del colegio atrasada... —dije, sin levantar la vista del libro de actas. ¡Nunca le había dado tanta importancia al estudio!

 

    Ya llevábamos casi dos horas de agonía en esa reunión. Ya sentía mucha hambre y seguramente los demás vecinos también por la forma en que se revolvían en sus asientos. Una señora, emponchada en su manta a pesar de que no hacía frío, ya había sucumbido al sueño. Cuando algún ruido la sobresaltaba, automáticamente levantaba la mano dando su voto a la moción que se estaría planteando en la realidad interna de su sopor.

 

 Presidnt  pasa al sgte pto: Fiesta d virgen copacb, faltan 2 seman, se pide voluntar p/ la marcación puestos, tamb colaboradores cobradores, recalc important la organizac p/ evitar caos

 

Vecino Ortuño dice: fiesta es solo negocio, No hay respeto por virgencita—hay que suprimir fiesta, solo misa….

 

 Vecino (Nombre?) dice q Ortuño debe encerrarse en la capilla c/ virgencita c/ cura y  monja y no salir a disfrutar.

 

 Vecino Ortuño responde q algunos ya compraron mercad q piensan vender x eso quieren joda xxx

 

  Presid: pide orden, explica porquè es neces organr fiesta virgenxxxxx  (garabato)

 

    Don Rodolfo nuevamente en su tono de prócer de la madre patria (el país hermano, Bolivia, claro está) dio un elocuente –y extenso-- discurso en el que ponderó el gran acontecimiento cultural que significaba la Fiesta de la Virgen de Copacabana, y consideró la manera en que la enorme multitud de visitantes de la colectividad afectaba al barrio; para concluir en la necesidad de que la Comisión vecinal debía tomar cartas en la organización del gran evento.

 

   Vecino Anselmo:  Basta Rodolfo, terminá de una vez!!!, resto vecinos pide terminr reunion tamb-xxx

 

      De pronto, a través de una de las ventanas sin vidrios (aunque cubierta con lo que alguna vez fue una colorida cortina colgada de un piolín)  alguien desde afuera gritó “¿De qué vive Rodolfo? ¡Dejá de robar con la fiesta!”

 

 Presid:   golpea mesa, dice  Borracho carajo  vaya a chupar  la esquina!!! xxxx

 

 Vecino Anselmo: Pide rendic de cuentas de la fiesta dl año anterior…

 

 Presid dice   Anselmo ud critica y apura pero nunca se anoto p/ comis de audit..

 

 Vecino Sejas, dice: don Rodolfo siempre convoc  revisar ctas, pero nadie se calienta p/ com de audit. xxxx

 

  Vecina Dorotea   no sabe qué es auditoria—-

 

       Por fin, alrededor de las dos de la tarde, la reunión llegó a su fin. Al salir por la única puerta del local los vecinos tenían que firmar el mismo libro en el que yo había asentado las deliberaciones. Yo bostezaba de hambre. Mi mamá y mis hermanos menores ya habrían terminado de comer. Me mordía diciéndome que era la última vez que cubriría a mi mamá. No sé: lavaría yo mismo mi ropa, aprendería a cocinar, lavaría los platos…

     Luego de estampar mi firma en el cuaderno con la satisfacción del deber cumplido, justo cuando estaba a punto de abandonar el local, siento que un dedo me toca el hombro por detrás: “Joaquín, ayúdenos pues a ordenar los bancos antes de irse”. Al darme vuelta vi que era doña Lourdes, la jefa del grupo de madres del barrio. Cómo decirle que no: a esta señora mi mamá le hablaba tan orgullosa de sus hijos.

      Cuando entré a casa, mi mamá me esperaba con la comida en la mesa. Debió haber calculado el tiempo porque el plato estaba calentito. Debo haber comido como Esaú el potaje de lentejas. Me preguntó de qué se había hablado en la reunión.

      —¡Pido la palabra! —dije con la boca llena, tentado, levantando la mano a la usanza de aquellas benditas reuniones. A mi mamá pareció no hacerle gracia. Esas reuniones eran realmente importantes.

 




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sábado, 2 de marzo de 2013

TERRAZAS (1979; 2012)



De vez en cuando a mi papá se le daba por pasar la tarde del sábado o domingo en la terraza de nuestra casita.  En esa época, el piso superior tenía sólo una habitación, que era la de nuestros padres. El resto del piso quedaba para algunas plantas, un cofre de herramientas y una pila de tirantes que habían sido usados para la construcción. Y lo más importante: espacio suficiente para que mis hermanos y yo pudiéramos jugar. Esa era nuestra terraza. 

       En los días calurosos mi papá andaba en esa musculosa blanca que era tan común entre los hombres de su generación. Cuando se aprestaba a pasar la tarde en la terraza con nosotros, se traía vino, soda y una cubitera con hielo; agarraba su pequeño charango de clavijas de madera y cuerdas de metal y rasgaba tonadas de la región de donde provenía en Bolivia, su país. También tocaba un poco de guitarra y cantaba unos boleros de su época. El timbre de su voz se parecía al mío en el presente, particularmente porque se proyectaba con poca nitidez.

       En una de esas ocasiones, don Héctor –el padre de la familia que vivía, pasillo de por medio, enfrente— se acercaba a la paredcita de su terraza y se ponía a charlar con mi papá. A veces lo hacían en quechua y sabrá Dios de qué se reirían con picardía. Cada cual quedaba de pie detrás de las paredes que encerraban las terrazas de las respectivas casas. La altura de estas paredes llegaba al pecho de un adulto. Estaban separadas también por el espacio del angosto y largo pasillo común.
       Una vez,  estirando el brazo a través del espacio del pasillo, mi papá le pasó su charango a don Héctor. El vecino examinó el instrumento y trató de tocarlo pero solamente le sacó unos sonidos torpes. Me daba orgullo que mi papá tuviera esas habilidades con la música, aunque deben haber sido limitadas, por cierto. En realidad, los dos jefes de familia no estaban enlazados por una gran amistad, pero se manifestaban respeto mutuo y buena predisposición como vecinos. Para los hijos de ambos, que éramos casi de la misma edad, eso evitaba que nos peleáramos mucho por causa de nuestros juegos en la calle.
     
      Cuando mi papá falleció, obviamente todas esas tardes de jugar en la terraza con mis hermanos mientras mi papá estaba ahí se fueron para siempre.  De todos modos, esas cosas terminarían inexorablemente porque, de adolescentes saldríamos más a la calle y difícilmente habríamos admirado a nuestro viejo tocando canciones antiguas que hablaban de amores quebrantados.
    
      El día del sepelio, mientras su familia, parientes y no parientes llorábamos, no sé por qué se me ocurrió que el bigote de don Héctor le aumentaba la solemnidad de su cara. Al verlo silencioso y cabizbajo, recuerdo haber pensado en las ocasiones en que él se ponía a charlar largamente con mi viejo de terraza a terraza. Con el paso del tiempo, la reforma de las viviendas de Charrúa para albergar mayor cantidad de habitantes fue erradicando de a poco los vestigios físicos de aquello.

       Hace poco, me crucé a don Héctor por la calle. Desde que su esposa falleciera dos años atrás era muy raro encontrarlo. Venía de hacer las compras. Caminaba lentamente; los efectos del paso de los años en él me dieron una idea de cómo se habría visto mi papá si hubiera estado vivo. Me acuerdo de que saludé a don Héctor justo cuando estaba por entrar a su casa. Hablamos un poco del tiempo y me preguntó por mis hermanos.
    En eso, mirando hacia arriba, hacia la parte alta de nuestras casas enfrentadas, estuve por mencionar aquel recuerdo de esas charlas que tenía con mi viejo, lo del charango y demás. Pero algo me detuvo, quizás la súbita comprensión de que los recuerdos de una persona no afectan o importan a otros de la misma manera.  Este vecino ahora estaba viudo y casi todos sus hijos habían partido de la casa para formar sus hogares. Pensé mejor en guardarme el recuerdo; no había necesidad de involucrar a alguien en él, esperando cierta reacción.
       Con la vista suspendida en dirección a la parte alta de las casas, donde las paredes se acercaban, necesité llenar una pausa larga en nuestra conversación:
       --Sí… parece que no va a llover, se está limpiando. 
   Y don Héctor, como adivinando mis pensamientos, me contestó a través de su bigote encanecido:
    –- Bueno, si no va a llover, podés llevar la guitarra a la terraza y cantar un poco.