sábado, 23 de marzo de 2013

DOMINGO (2003)



Esquina de Charrúa e Itaquí vista desde la vereda de la escuela.














Doña Maura sacó su banquito para sentarse a la puerta de su casa en el pasillo. No pudo quedarse mucho tiempo ahí para tomar el aire de la tarde porque había mucho tránsito de gente que transportaba sus muebles desde una camioneta hacia una de las casas del fondo donde el dueño usualmente alquilaba piezas. Pasó al lado de ella el inquilino nuevo sin mirarla siquiera. La gente hace lo que quiere en este barrio, pensó doña Maura; ya no se sabe quiénes van a ser tus vecinos, de dónde provienen o por cuánto tiempo van a  quedarse. Era algo que de un tiempo a esta parte se había hecho muy común.

     Doña Maura tomó su banquito y se metió a la casa. Entró pensativa y miró la escalera que conduce al piso de arriba donde nada más había una pequeña pieza. Siguió, y a la derecha estaba la cocinita donde se aseguró que no le quedaran platos o vasos sin lavar. A la izquierda estaba el comedor, pequeño pero con suficiente espacio para una mesa con cuatro sillas y un modular de aserrín prensado con el televisor puesto sobre él y algún otro humilde mobiliario.  Antes todas las casas de Charrúa eran iguales, y se parecían a la suya, pero la mayoría estaban siendo reformadas; había obras por  todas partes. Por eso en las paredes de la casa habían aparecido rajaduras cerca del cielo raso. Su marido solía decir que las producía el tirón de las columnas y los encofrados de las contrucciones contiguas. Si él hubiera estado vivo seguramente también habrían reformado la casa. Pero no era necesario, sólo tenía una niña todavía en edad escolar y la casa les alcanzaba y sobraba.

    Más de una vez en la feria que se arma los sábados se le había acercado alguna vecina de esas que parecían estar siempre procurando progresar para preguntarle si tenía pensado vender su casita. “No pues, ¿adónde iré a vivir?” les contestaba doña Maura. Y era cierto: en esa casita había vivido de su pequeño kiosquito que no era tan surtido como los tantos otros que había alrededor, y también de la costura de partes de ropa que le traía un fabricante coreano. Como sea, estos últimos años había sabido arreglarse desde que quedara viuda. 

    Más tarde Doña Maura se sentó a la mesa junto a su hija para comer. En la televisión había un programa sobre alguien que viajaba por el mundo; pero su oído estaba acostumbrado a los golpecitos en la ventana cuando alguien venía a comprarle algo. Su hija comía en silencio y también veía sin mirar las maravillosas vistas de otras ciudades que mostraba la pantalla.

      --- ¿Ya te has preparado para la escuela?

     --- Mi ropa está en la soga. Tengo que traerla y plancharla.

      ---Apurate, ya van a ser las diez.

      La hija se levantó, lavó su plato en la cocinita y subió la angosta y empinada escalera de cemento desnudo que conducía a la terraza de la casa. Alguien golpeó la ventanita, doña Maura entró al cuarto del kiosco para atender. Era un niño de la casa donde estaban de farra desde que oscureció; vino a comprar dos cervezas. Doña Maura le dijo que le faltaba un envase, que tenía que cobrarle una seña. El chico miró la plata que tenía en la mano y regresó a su casa. Cuando ella apagó el televisor, se escuchó la música que estaban poniendo en la casa de donde vino el chico. Hasta qué horas estarán, se preguntó; a ella no le importaba mucho pero al pobre de don Justiniano sí, porque se levantaba muy temprano para ir a trabajar a una obra en la provincia.

    El chico estaba por entrar otra vez al pasillo donde estaba la ventana de doña Maura, pero otra vecina que también tenía kiosco estaba parada a su puerta. El chico entonces se sintió obligado a comprarle a ella sin que alguien pronunciara una palabra.

    Eran casi las once, el fin de semana estaba llegando a su fin. ¿Pero era sólo el fin de semana? Doña Maura pasó la escoba por el comedor y el cuarto, bajó la persiana del kiosco (“a la otra le habrá ido a comprar el chico”).  Antes de cerrar con llave e ir a la cama tenía que ir a tirar la basura. Preparó la bolsa y antes de salir a la calle pidió a su hija que planchara rápido. Caminó por la vereda en dirección a la esquina de avenida Cruz, donde estaba el contenedor. Dejada la bolsa, se dio vuelta y tenía al barrio de frente. Le pareció que estaba cada vez más cambiado y que conocía cada vez menos a la gente. “Inquilinos son la mayoría,” concluyó, mientras volvía a su casa lentamente por el medio de la calzada. Por un instante experimentó algo nuevo durante ese mismo recorrido a su casa que había hecho por siempre. Uno de los postes de luz proyectaba su sombra, pequeña y cansina, y doña Maura debió mitigar el fugaz desasosiego que le produjo ver su sombra ligeramente más encorvada respecto de  otras noches.

   Madre e hija se metieron a la cama y las luces se apagaron. Quedaron la música de cumbia retumbando desde la casa del chico y los ladridos de los perros cuando algo que pasaba por la calle los alborotaba.
     
      Domingo. 








¿QUE OCURRE EN LA CALLE CUANDO TODOS ESTAN DURMIENDO? (1977)


Cuando uno es niño, hay preguntas que se te ocurren todo el tiempo sobre lo que pasa a tu alrededor. Algunas no te dejan tranquilo hasta que lográs averiguar la respuesta. Tus padres son generalmente los que cargan con la pesada tarea de satisfacer la curiosidad que te despiertan las cosas que te rodean en el mundo, tan inmenso y con tantas cosas para entender de él. Esto me pasó cuando tenía ocho años.

 --- Papá, ¿qué pasa en la calle cuando todos están durmiendo?
 --- ¿Eh? ¡Shhh!  Callate un poco.
     Mi papá se fastidiaba fácilmente con la insistencia de mis preguntas, especialmente si estábamos cenando y pasaban las noticias en la tele porque a mí, fuera de los dibujitos y de las películas fantásticas, no me importaba nada. Una noche, durante las propagandas finalmente me atendió:
 ---¿Cómo qué pasa? ¡No pasa nada!
 ---¿Nada? Pero yo digo, antes de que salgas al trabajo, ¿qué pasa en la calle?
    Mi papa revolvió los ojos.
 ---Nada, porque todos están durmiendo. Ahora callate por favor. Apenas tocaste lo que tu mamá preparó.
     Y regresó aquella música del noticiero junto con la voz grave y aburrida del hombre que decía cosas de las que no tenía idea de qué significaban.

     Días después, con Gustavo Morínigo –-un amigo/vecino de  aquel entonces-- luego de haber conversado sobre aquella inquietud en distintas oportunidades,  por fin decidimos averiguarlo por nosotros mismos. Investigamos sobre la hora de la salida del sol y planeamos levantarnos un domingo de primavera a las cuatro y media para salir a la calle.
     Quisiera decir por mi parte que yo esperaba encontrar algo especial o fuera de lo normal; no sabía exactamente qué, tal vez algo como lo que veía en esas películas antiguas que pasaban en Teleonce sobre avistamientos de seres extraterrestres y viajes por el espacio.  Así que el domingo acordado sonó el despertador que puse debajo de mi almohada, me vestí y me deslicé hacia la calle, más sigilosamente que nuestro gato cuando andaba por la casa.
     Luego de cerrar la puerta de calle, fui unos metros directamente a la ventana de la casa de Gustavo, pero ni señales de él. Golpeé entonces despacito la persiana un par de veces, lo cual provocó el ladrido de algún perro en alguna de las casas. Finalmente el pobre de mi amigo apareció por la puerta con tal cara de dormido que lamenté haberlo sacado de la cama. Ya estábamos listos, simplemente debíamos caminar un poco y explorar…
     Quizás sea gracioso para el que lea esto pero, para mi mente de ocho años, esta oscuridad constituía un fenómeno totalmente ajeno a la oscuridad de la noche cuando jugábamos bulliciosamente en la calle hasta que nuestras madres nos llamaban para comer y cerraban la puerta con llave. Lo que pasaría ahí afuera más tarde cuando me desvelaba era un verdadero misterio. Un misterio a veces magnificado por los rumores de la noche, el coro de los grillos de la zanja y el creciente silencio que a veces era perturbado por algún ruido repentino y pasajero.    
      Mi amigo y yo comenzamos a caminar como astronautas que habían aterrizado en un planeta extraño. Las casas, la calle, los árboles, todo estaba envuelto en esa noche diferente. Pronto observé una criatura baja cruzar rápidamente de vereda a  una cuadra de donde estábamos. ¡Mirá! Le dije todo sobresaltado a Gustavo; me contestó que no era más que un perro callejero. Ahora que lo pienso, qué bueno que el Loco Lagaña no anduviese por allí en esos momentos: ¡habríamos protagonizado la película más escalofriante de nuestras vidas! Sin embargo, sin que lo supiésemos entonces, pasaban cosas infinitamente peores en el mundo de los adultos.  
     Se me antojaba que éramos los únicos seres humanos fuera de la cama en el mundo en esos momentos,   aunque, pronto, un resoplido potente que provino de Avenida Cruz nos arrebató esa sensación incomparable. Giramos la cabeza y vimos bajar de un colectivo a alguien que luego pasó cerca de  nosotros, mirándonos con la misma cara que ponía mi papá cuando lo molestaba con mis preguntas.     
    
       Nada por aquí.... nada por allá... Fuimos entonces a sentarnos al pie de un gran árbol que en esos años estaba justo en una esquina donde la calle principal del barrio, Charrúa, se encuentra con la Avenida Cruz y la gran expansión verde alrededor. Desde el árbol se veía nuestro barrio casi hasta el otro extremo de la calle.
    A medida que pasaban los minutos crecía nuestro desencanto por no encontrar nada fuera de lo común, y empezamos entonces a charlar de cualquier cosa como cuando nos juntábamos de día.  Veíamos que en el cielo sobre las casitas del barrio se iba aclarando (para mí el sol salía por detrás del terraplén de las vías del ferrocarril, al fondo en dirección de F. Rivera), las estrellas se iban desvaneciendo. La conversación ya había decaído; estábamos sentados al pie del árbol seguramente preguntándonos sin decirlo para qué nos habíamos levantado tan temprano. Yo estaba a punto de hablar de otra de mis inquietudes acuciantes pero  --viendo la cara del pobre de Gustavo-- decidí dejarla para otro momento.
    ---Che, tengo sueño. Yo me voy — dijo mi amigo.
    ---Sí ---. Y mi bostezo demostró lo sabio de su decisión.
     Ya nos habíamos levantado para volver a nuestras casas, cuando repentinamente unas luces rojas aparecieron de la nada, proyectándose como un veloz remolino hipnótico sobre las paredes de las casas, los árboles y nosotros mismos.  Por un momento se restauraron mis ilusiones del principio de nuestra aventura pero Gustavo dijo que era un patrullero. Miré también y ¡cómo lamenté que fuera cierto! Que esas luces hubiesen provenido del espacio exterior era todo lo que deseé en ese momento. Todavía quedaba bastante de esta noche distinta que habíamos salido a explorar. 
   ---¡Eh! ¡Ustedes dos, vengan acá! –-, ordenó con voz estridente el policía que iba al volante. Nos acercamos en silencio. ---¿Qué carajo están haciendo acá a esta hora?
      No podíamos ver los ojos del que nos hablaba porque la visera de su gorra casi los tapaba; era un gordo de bigotes.
       Por suerte contestó Gustavo. Si hubiera hablado yo, habrían escuchado mis ideas fantásticas. Un policía que iba al lado del conductor nos cegaba con una linterna. Se escuchaban voces mezcladas con bips y ruidos como de frituras  que provenían de un aparato que había en la patrulla (testarudo como era yo, me alegré íntimamente de haber obtenido al menos un elemento como venido del cosmos).
   ---¿Saben que si queremos a ustedes los llevamos con nosotros, y no los vuelven a ver nunca más, ni sus papás ni sus mamás ni nadie? --- nos dijo el de la linterna después de apagarla. Era un hombre de cara chupada, que al hablar giraba la cabeza escrutando lo que pasaba alrededor.
      Permanecimos callados. Creo que a los dos nos aterró por igual la idea de que nos llevaran esos policías feos; no parecían estar bromeando.
   ---¡Vayan a sus casas ya!---, tronó el conductor de tal manera, que me causó más miedo que cuando mi papá estaba muy enojado. De hecho a Gustavo y a mí nos sacudió el estallido de la orden; yo casi me puse a correr.
      La patrulla arrancó de golpe y, doblando por la esquina de la avenida, desapareció de nuestra vista. Gustavo y yo caminábamos apresuradamente cada uno a su casa con una mezcla de temor y vergüenza. Lo único que nos dijimos fue chau.
      
    
      Cuando me levanté unas pocas horas más tarde, me pareció que la aventura había ocurrido hacía muchísimo tiempo; incluso creí que podría haber sido un sueño. Durante el desayuno con mis hermanos y mi mamá, estuve tentado de comentar lo que nos había pasado más temprano, pero logré quedarme callado. ¡Cómo me habrían retado si les hubiera contado!
     Años después aprendería sobre la historia de nuestro país, sobre los desaparecidos y los abusos de la dictadura militar. A menudo me he preguntado si en aquella aventura nuestra estuvimos realmente cerca de aquel horror.


AYALA 197? >>>>






Dicen que Ayala perdió la pierna en una peligrosa aventura con sus amigos de Charrúa hacia el final de su infancia hace ya muchos años, no sé decir cuántos. El que me contó la historia dijo haber recibido la versión directamente de uno de los protagonistas.
      
     En los años setenta, el interminable 
convoy de vagones de carga de la fábrica Alba —hoy abandonada— recorría regularmente los rieles inferiores, paralelos a las del tren de pasajeros de la línea Belgrano Sur, que corren sobre un terraplén. Los rieles del convoy de carga se extendían a lo largo del "desfiladero" que se formaba entre este terraplén y las paredes de fondo de una sucesión de fábricas y depósitos. Así que, para los de inquieta imaginación, la vista de aquellos formidables vagones grises que se movían lentamente por el desfiladero debió haber evocado alguna aventura como en las películas.  
    
    Me contó esta persona que Ayala y sus dos amigos venían de sus correrías en la comarca de los fantásticos pinos de la Avenida Roca, de los cuales caía un preciado fruto comestible que debían recolectar antes de que los guardias de la comarca  llegaran para capturarlos y expulsarlos de allí.
    Dejada aquella aventura atrás ese día, el trío de aventureros volvía a Charrúa por la calle Erezcano, a diferencia de otras veces, en que lo hacían escalando el terraplén de las vías del tren a la altura de la calle Bonorino.  Esta vez para llegar al barrio por la calle Itaquí debían cruzar por debajo del puente del tren por donde corren las mismas vías del terraplén.
     
    Llegando entonces por Erezcano al cruce con las vías inferiores, encontraron que la imponente marcha de los vagones grises en dirección a Villa Soldati les bloqueaba el paso avanzado casi a paso de hombre. De pie frente a este gigante que gemía ruidos pesados, Ayala y sus amigos se miraron entre sí sin decir palabra. La contemplación del monstruo cuyo largo parecía no tener fin hizo que se enervaran nuevamente sus espíritus heroicos. Ayala fue el primero que se puso a caminar por el desfiladero la par de esta gran serpiente, buscando el punto y el momento en que la abordaría. Debía hacerlo pronto antes de que se terminara la pared y comenzara el campo de la cancha de Crespo (Una verdadera llanura como de tres manzanas de extensión, en la que cabían varías canchas de fútbol  marcadas e improvisadas, a esa hora desiertas. Este campo estaba separado de las vías del ferrocarril por una malla alta de alambre).
     Los amigos de Ayala lo siguieron en fila india apurando el paso por este mismo espacio angosto, aplastando pastos crecidos y plantas que exhalaban un aroma frío, además de montículos de basura que se acumulaba junto a aquella gran pared continua de las fábricas. Tenían que caminar con paso resuelto para no quedar lejos de Ayala.
      De pronto, uno de los amigos dio aviso de que un guardia de la enorme serpiente se estaba acercando desde Erezcano, blandiendo la bandera del reino de donde  provenía la serpiente.

      
— ¡Eh! ¡Salgan de ahí pendejos de mierda!—, gritó el guardia.

       Ayala fue el primero que trepó por una escalerilla del vagón en uno de sus extremos. Uno de los amigos lo imitó en el vagón de atrás. La ambición de Ayala era subirse al techo del vagón y desde allí contemplar glorioso la gran llanura de la cancha de Crespo.
     Otro guardia de la gran serpiente apareció desde la otra punta. También les gritaba y se acercaba corriendo hacia ellos. El tercer amigo, viendo al guardia aproximarse amenazante, decidió resignar la proeza y huir trepando el alambrado que cercaba la cancha de Crespo. Si no se hubiera asustado tanto habría entrado al césped de la cancha a través de un agujero que había en el alambrado.

       Colgado de la escalerilla del vagón, Ayala luchaba por llegar al techo. La estirada sombra del tren en movimiento ya se proyectaba sobre la gran llanura. Quizás  Ayala estaba deseando que el amigo que había escapado lo viera pasar glorioso a él sobre el techo. Pero un falso movimiento de la trepada y el miedo de fracasar, sumado a un sacudón de la gran serpiente hicieron que perdiera el equilibrio y quedara asido a la escalerilla pataleando en el aire, desesperado por llevar nuevamente un pie a un peldaño. Casi lo lograba pero su propio peso o algún golpe doloroso de la maniobra lo hizo descender bruscamente. Sus manos no pudieron agarrar dos o tres peldaños. Más desesperado ahora porque iba pataleando no tan lejos del suelo, con un pie tanteaba algún apoyo en el otro lado de la esquina del vagón. Trató de asirse de las cadenas y uniones con el vagón de atrás, pero estaban lejos de su alcance. Finalmente, todo despatarrado, su cuerpo descendió aún más hasta que sintió el calor del riel en movimiento en el suelo, incluso el golpe sucesivo de los durmientes. Uno de los amigos que había trepado al vagón de atrás dijo que escuchó un alarido breve, desgarrador, por sobre el ruido de la pesada marcha y que hubo otro leve sacudón.
  

     A Ayala yo lo he visto cuando él tendría treinta y tantos. Es posible que fuera la persona que más velozmente se desplazara por el barrio. Andaba en su bicicleta desde Avenida Cruz hasta Fructuoso Rivera casi más rápidamente que un auto. Creo que todos se maravillaban de su habilidad con la bicicleta a pesar de tener solo una pierna que, por cierto, había desarrollado gran robustez. Cuando no andaba sobre ruedas, se movía saltando vigorosamente y aun así era muy ágil.
  Aclaro que yo nunca he tratado directamente con él; solamente lo he visto pasar decenas de veces.  Me causaba curiosidad qué le había pasado realmente, cómo era esa leyenda que se contaba en el barrio.

   
Y de este muchacho Ayala, ¿cuál es su nombre de pila? —, pregunté al que me refirió la historia.
    
No. Ayala no es su apellido. Le decían Ayala por “hallala a tu pierna”.

    Aunque el chiste era cruel, no pude reprimir la sonrisa. Quizás sin este remate la tragedia hubiera sido demasiado fuerte como para tomarla dado cierto estado de ánimo. Por algún motivo, sin embargo, nunca pude saber cuál era el verdadero nombre de aquel personaje mítico de nuestro barrio Charrúa.