sábado, 19 de diciembre de 2020

LA SOCIEDAD DEL MIEDO - de Heinz Bude


   Tomé prestado este video del canal de Youtube de Claudio Álvarez Terán, a quien agradezco el trabajo que hizo graficando y condensando el libro del sociólogo y doctor en Filosofía alemán Heinz Bude, La sociedad del miedo. Lo encontré por casualidad y me sorprendió que varias de las ideas que presenta el autor coincidieran con lo que pienso cuando me observo a mí mismo, a los que me rodean y a la realidad en que vivimos. Pero no tomo todas las ideas que se vierten en el video como la gran verdad, por más prestigioso que sea el filósofo.  Para mí, la verdad está en un antiguo libro que la mayoría de la gente desprecia, pero en el que están las respuestas para nuestras preguntas e inquietudes. ¿Qué libro es?  No lo voy a decir, pero imagino que pueden intuir a qué libro me refiero. Ahí dice "El mundo yace bajo el poder de Satanás", pero también Jesucristo te ofrece que lleves su carga y su yugo, que para lo que es este mundo desquiciado, si duda es una carga más liviana en comparación, además de darte paz, no como la paz efímera e inefectiva del mundo, sino la paz de Dios. 

    
   Volviendo a este video, les aseguro que son casi 20 minutos realmente muy interesantes. Agradezco nuevamente al dueño del canal por su trabajo.  Si no es posible verlo debido a cualquier tipo de restricción (lo cual es totalmente aceptable) dejo el link para verlo directamente desde su canal. 



LA SOCIEDAD DEL MIEDO - Heinz Bude






 

    Es interesante la teoría sobre lo que significa el miedo con relación a las redes sociales, las aplicaciones, las cuentas de correo, etc ¿Quiénes y para qué querrían aprovechar la información que vertemos alegremente en ellas?





...

domingo, 18 de octubre de 2020

DELIA





Parte Uno

Qué bueno sería poder encerrar el pasado de uno en un sótano y arrojar la llave a un sumidero. Qué bueno sería aprender a rezar y ser conscientes de lo que se está pidiendo en las palabras de la oración, en vez de repetirlas como loros. ¿No sabían que así como existe la luz gloriosa de una mañana, también existe una oscuridad siniestra que puede envolver a cualquiera en el momento en que menos lo espera?

   Mi vida no había tenido grandes sobresaltos, mis problemas eran más o menos  los de cualquier hombre en su matrimonio, los de un padre de familia. Todas las mañanas desayunaba con Sandra, mi mujer, antes de salir para la oficina mientras los chicos se iban levantando para ir a la escuela. Daba sorbos largos a la taza del café para disimular mi sonrisa de resignación ante los monólogos de planes domésticos y quejas de Sandra. Ella siempre había sido así, ya estaba acostumbrado. Cuando la conocí, el único defecto que tenía eran los celos, que no era tampoco un gran defecto. Y la verdad es que, en nuestra vida juntos, nunca le había dado verdaderos motivos para inquietarse.  Hasta que una noche, cuando estábamos en cama, encendió la luz y me despertó sacudiéndome un poco de los hombros.

—Walter ¿Quién es Delia? Ya va a ser como la tercera vez que te escucho decir ese nombre mientras dormís. ¿Quién es? ¿En qué andás?

Delia. Delia.

Si Sandra me escuchaba nombrar mientras dormía a una novia que había tenido, es posible que hubiera escuchado otras cosas, como cosas que gritaba con furia. Esa noche, Sandra me había librado de una pesadilla en la que había visto a Berta, la madre de aquella novia, sentada junto a la cuna de mi hijo, el más chico, al que ella miraba fijo mientras él dormía. Cuando le grité a Berta qué quería ahí, me contestó sin mirarme a la cara (porque no apartaba su fijación en mi hijo) que ella jamás permitiría que yo hiciera una perra de Delia. Quise abalanzarme sobre ella para alejarla de la cuna, pero mis movimientos eran desesperadamente pesados a pesar del esfuerzo que hacía para moverme. Era como si luchara para vencer la resistencia de un aire aceitoso. Al alcanzar la cuna, en lugar de mi hijo, encontré el perrito negro que una vez le había regalado a Delia y que luego murió “misteriosamente” envenenado. Berta había desaparecido; creí que se había llevado a mi hijo. Cuando abrí los ojos, no reconocí a Sandra por el estupor que alteraba su cara. ¡Hija de puta! le grité y enseguida le pedí perdón.

Permanecimos en silencio mirando el cielo raso. Sandra no iba a apagar la lámpara del velador hasta que le contestara quiénes eran esas mujeres que aparentemente venía nombrando dormido. Yo trataba de restarle importancia a las versiones que le contaba y esta vez fingí estar un poco fastidiado por la manera en que me despertó:

—¡No te inquietes, por favor! Delia fue alguien con quien salí en la época en que vivía con mis viejos en San José. Se ve que estoy soñando con ella…

—La estás nombrando seguido.

—Fue hace mucho. Como veinticinco años. No pasa nada, quedate tranquila. Apagá que necesito dormir.

—¿Es la chica de la foto que tenés en esa caja?

—Esas deben ser primas o conocidas, no sé.

—No. La foto en la que hay una sola. La de la cara triste.

—Ah, esa foto. ¿Sigue ahí?

—Esa misma foto, sí. Tiene algo escrito atrás, pero está tachado.

—Sí, qué sé yo. Vos también tenés fotos. Yo nunca te pregunté por esos chicos tan facheros con los que estás. Por favor, necesito que apagues esa luz.

—Cierto, nunca me preguntaste. No me hubiera molestado—. En ese momento me dio la espalda—. ¿Era esa, Delia?

—Ay, Sandra, por favor. Sí, sí, era esa. Pasaron tantos años. ¡Nunca más la volví a ver!

Mi mujer apagó la luz pero me seguía hablando.

—Si no querés contarme sobre Delia, entonces contame sobre Berta. Se ve que en San José no dejabas títere con cabeza, eh. La de la foto no era fea, pero… esa expresión de tristeza y de miedo a la vez…

Me quedé callado. Ella apagó su lámpara y no tardó en conciliar el sueño. Yo quedé con los ojos abiertos en la oscuridad casi hasta que el despertador estalló. Ni dos horas debo haber dormido.

 

  Ojalá que las telarañas de aquel mal sueño se hubieran desintegrado para siempre con la luz de la mañana y con la conciencia de que hay que retomar las preocupaciones que se interrumpen por unas pocas horas. Una noche de agosto, había salido bastante tarde de la oficina porque estábamos en vísperas de balance. Mis manos no toleraban el frío punzante de la neblina mientras esperaba el colectivo a pocos metros de Hipólito Yrigoyen y Salta. Recordé que a la vuelta de esa parada había una tienda atendida por una mujer muy agradable donde podría comprarme un buen par de guantes. Miré el reloj, todavía no eran las ocho, si me apuraba tal vez conseguiría también una linda bufanda. Pero cuando llegué, aquel negocio ya no existía. Había estado en un extremo del pasaje formado por una recova. Ahora no era más que un rincón oscuro, sucio y maloliente. Las que habían sido la entrada y la vidriera estaban tapiadas y cubiertas con afiches políticos arrancados o hinchados de la humedad. También había ahí bultos de basura, probablemente amontonados por los cartoneros. Estuve por dar la media vuelta para regresar a la parada cuando de reojo noté que uno de esos bultos en ese rincón oscuro se movió. Me hubiera alejado rápido de no haber escuchado que alguien me llamó por mi nombre. Miré alrededor en vano: la persona más próxima se encontraba a más de media cuadra huyendo de la garúa fina y helada que había empezado. La voz provino de ese mismo rincón maloliente, de uno de los bultos acumulados. Debajo de unos jirones del material de pasacalles asomó una forma oscura, era como si la basura hubiera cobrado vida. Miré bien y distinguí la cabeza de un hombre calvo acostado de espalda. De pronto, la cabeza rotó y orientó la cara hacia mí. Me dispuse a volver a la parada, ignorándolo, pero escuché otra vez mi nombre, esta vez pronunciado con decisión.

—Walter ¿te acordás de mí? Soy el padre de Delia.

Me quedé paralizado después del sobresalto que me produjo que un extraño tirado allí en esas condiciones supiera quién era yo. Me volvió hablar mientras esforzaba mis ojos para penetrar la oscuridad de ese rincón:

—Delia. ¿Te acordás de ella?

No le contesté nada. Era mejor fingir que no lo escuchaba y alejarme, pero no podía hacer eso si era cierto que aquel hombre era el padre de ella.

—Walter, me enteré de que Berta murió hacer poco, esa maldita vieja. Quiero que veas a mi hija y le digas algo de mi parte. Por favor, Walter. Necesito que me ayudes con esto y que ayudes a evitar que otras personas lleguen a estar como yo...

Esforcé aún más la vista para escrutar ese rincón oscuro. Quería ver la cara del que me hablaba. Las luces bajas de un auto al pasar me permitieron distinguir una cabeza alargada y calva.

Y entonces, como si en la intermitencia de parpadeos frenéticos se alternara la visión de ese rostro miserable con el del hombre que recordaba, creí que iba a desfallecer del horror: la cara de Enrique, el padre de Delia, me vino como un relámpago; me convencí de que era ese ciruja tirado allí como un bulto de cartones; los estragos del paso del tiempo eran notorios, por supuesto. Las veces que había charlado con Enrique, siempre estaba arreglando una camioneta que era prácticamente una chatarra en la vereda de la casa de ellos. Era un hombre de aspecto decente; su trato para conmigo, cordial. Un día que fui a buscar a Delia a la salida de su colegio, me decepcionó que ella no se alegrara de verme después de una semana de no encontrarnos. Cuando le pregunté qué le pasaba me dijo llorando que su papá las había abandonado, que se había escapado con una vecina y supuesta amiga de la familia. Traté en vano de consolarla hablándole de otros casos de gente conocida que habían pasado por la misma situación y que lo habían superado.

—No es solo que nos dejó, sino lo que pueda ser de él... Walter, ¡tenemos que cortar! —me había dicho Delia.

Me acuerdo de que se abrazó a mí y empezó a sollozar. Su cuerpo aferrado al mío no me transmitió nada de deseos de hacer el amor sino consternación, tristeza… No, era vergüenza. El calor que emanaba de ella era el de alguien que estaba abochornada. Creo que ahora entendía por qué.

—¿Don Enrique, es usted? —. Mi voz sonó algo quebrada del miedo.

—Sí, soy yo.

—¿Qué le pasó? ¿Cómo llegó a esto? —. En ese momento la garúa y el viento se intensificaron. Apenas podía ver—. ¿Sabe Delia que usted está acá?

—No, no sabe ni tiene que saberlo. Por favor, decile que tiene que hacer algo sí o sí antes de que entierren a la vieja de mierda.

Pasó otro auto que iluminó las miles de gotitas que hacían que todas las luces alrededor adquirieran la forma de aureolas y que los despojos de ese hombre quedaran reducidos a una voz lastimera.

—¿Escuchaste Walter? Andá a encontrarte con Delia allá en San José, y decile que tienen que encontrar algo que ocultó Berta.  Ese algo se tiene que enterrar con ella.

 —No entiendo, no entiendo nada.

—Andá a verla a Delia y decile que busque a Amanda. Ella la conoce. Que Amanda le ayude a encontrar eso que tienen que enterrar con el cuerpo de Berta. ¡No queda mucho tiempo! Cuando sepan qué es, entiérrenlo con la vieja.

—Pero, ¿de qué me está hablando? ¿Qué cosa tengo que encontrar? ¿Y enterrar? No entiendo nada.

—Por eso te estoy diciendo. Andá a San José y ahí lo vas a saber. Lo único que te puedo decir es que lo que ocultó esa vieja es una brujería que te puede afectar a vos.

Cuando dijo eso, las pesadillas que había estado teniendo y los recuerdos de Berta se agolparon en mi mente y cobraron sentido. Pero como me había quedado inmóvil, sin poder reaccionar, de pronto me sacudió lo que dijo a continuación:

— ¡Hacé lo que te dije, Walter! Es por vos también…! Andá o Delia y vos nunca van a ser felices...

   No sabía si quería que me explicara más eso que me estaba pidiendo o huir despavoridamente. Me largué a caminar unos metros pero volví sobre mis pasos para dejarle algo de plata. Iba a dársela en la mano pero me impresionó ver un par de ratas que salieron correteando de entre los bultos para meterse en un sumidero.

—¡Cómprese algo para comer! — le dije tirándole los billetes. Creo que el viento se los llevó. Ahora me alejé corriendo como si hubiese cometido un homicidio. Antes de dar vuelta a la esquina, oí que el hombre repitió entre toses ¡Andá a verla cuanto antes!

Cuando llegué a la parada, el colectivo acababa de pasar de largo, pero como vi que se detuvo por el semáforo a cincuenta metros, corrí como un desesperado para pedir que me abrieran la puerta.

Delia fue una novia que tuve a los veintiuno, cuando vivía en Zona Sur, en uno de esos barrios que se encontraban casi a las puertas del campo. Ambos éramos de aquella localidad, San José, en Temperley. No que San José fuera tan rural en realidad, sino que las casas eran bajas, las calles de tierra; las veredas y las calzadas estaban separadas por zanjas y había alrededor grandes predios descampados. La calle donde se apiñaban los negocios y donde había buena iluminación por las noches parecía que se encontraba en otra ciudad, aunque solo estaba a menos de veinte cuadras de nuestras casas.

 Delia vivía con su madre, Berta, una mujer amargada, cruel, y con su padre, este hombre al que reencontré hecho un ciruja. Él se escapó y ellas quedaron solas porque el matrimonio no tuvo otros hijos. Delia fue la novia con la que salí más tiempo. Vivimos muy buenos momentos, aunque yo era el motivo de que los celos de Berta la asediaran constantemente. A mí esa mujer me odiaba de tal manera que cuando me miraba parecía que los párpados le pesaban del aburrimiento. ¡El terror que me producían las represalias de esa mujer amargada! En una ocasión, yo estaba con Delia tomando café en su casa y la otra apareció de repente, cuando habíamos creído que no iba a estar el día entero por algo que tenía que hacer en capital. Lo primero que hizo al pasar junto a nosotros, callada y con la cara transfigurada por el enojo, fue entrar a la habitación de mi novia como si inspeccionara el escenario de un crimen. Mientras oíamos los portazos y el ruido de objetos que la vieja revoleaba, Delia me rogó que me fuera enseguida. Insistí en que la enfrentáramos, pero la consternación en su cara me convenció de que era mejor ahorrar una pelea. Pedí pasar al baño antes de agarrar mi campera para desaparecer de ahí. Al llegar a casa encontré algo extraño en un bolsillo de la campera. Era era una foto recortada y adherida con alfileres a un pedazo de tela negra. No entendí quién y por qué había hecho eso: originalmente en la foto estábamos Delia y yo el día que fuimos a un baile por el centro de Temperley, pero nos habían separado de un tijeretazo; y era mi imagen sola la que estaba enganchada en ese pedazo de género negro. En otra ocasión en que pensamos que por fin íbamos a quedar a solas sin que Berta pareciera disgustada, al despedirse de su hija, aquella pasó tan cerca de mí que me rozó la bragueta con la mano. Ese día no regresó de repente de sus trámites, pero el dolor que tuve en los testículos fue tal que no pudimos hacer nada más que besarnos. Cuando le contaba a Delia estas cosas, me pedía que cortáramos, y al final lo hicimos muy a pesar de los dos. Nunca contradijo lo que yo sospechaba de su madre. Un tiempo después ya ni siquiera nos cruzábamos de casualidad, y un poco más tarde me fui de la casa de mis viejos en San José y ya no tenía para qué volver porque ellos también se mudaron a otra localidad. Dejé atrás a mi novia y a su madre el día que me mudé a la capital. Aunque muchos recuerdos junto a mi novia habían sido entrañables, con el paso del tiempo hice lo posible para borrarlos puesto que casi siempre involucraban a Berta.

—¡Llevo a los chicos con mamá y nos vamos enseguida…!

—Sandra, esta vez necesito ir solo. En serio te digo. A más tardar estoy de vuelta acá a la una, una y media.

—A ver: querés volver a tu antiguo barrio cuando ya no te queda nadie ahí. Y de ese conocido tuyo que murió nunca me hablaste… ¡Qué pasa, Walter! Boluda no soy. Son muchas casualidades. Es la de la foto, ¿no?

Tuve que decirle la verdad sobre el velatorio de Berta, pero eso solo. Del encuentro con el padre de Delia a la salida del trabajo, ni una palabra. No me hizo un escándalo, pero yo sabía que iba a tener que tolerar su silencio acusador por varios días. No había nada peor que estar cerca de Sandra cuando estaba muy ofendida. Ahora bien, pude haber sido indiferente a las cosas que me habían estado ocurriendo y seguir con mi vida como si nada, pero estas cosas eran muy raras. Sentía en ellas el acecho de algo maligno. ¡Y esa advertencia del padre de Delia...!

 




 

—Qué sorpresa. Pensaba que nunca te volvería a ver—, me dijo Delia. La encontré en un pequeño office del salón preparando café para los pocos asistentes al velatorio. Cuando la chica que la ayudaba se fue llevando la bandeja con los pocillos quedamos a solas. Delia desvió el beso del pésame que le estaba dando en la mejilla a su boca. Le hice un gesto de que tuviésemos cuidado de que nos vieran unas mujeres a quienes había saludado al llegar, pero un movimiento de fastidio de su mano me hizo entender que no le importaba. Pensé que le iba a costar un poco reconocerme. Veinticinco años después, debió haber notado que de mi melena hasta los hombros quedaban cabellos entrecanos solo sobre las orejas, tenía bigote y había ganado bastante peso. Delia, en cambio, de no ser por unas hebras de canas en el cabello lacio y unas patas de gallo discretas (y el cansancio en la mirada que acentuaba la melancolía que siempre tuvo) estaba prácticamente igual. Vestida siempre con una falda, una blusa y un saquito tejido. El cuerpo, sin embargo, seguía siendo casi como el de una colegiala.

—¿Cuándo fue? — le dije, con el ademán de querer dirigirme al cuerpo, que estaba al otro extremo de la sala. Delia me retuvo del brazo para que no fuera. En realidad, yo no quería ver a su madre, en absoluto. Solo había asistido por el deseo súbito de reencontrar a mi novia, y por el encargo de su papá, aunque no sabía cómo iba a decírselo ocultando las circunstancias en que lo recibí.

 Me contó de una enfermedad degenerativa que había postrado a Berta desde hacía un año y de lo duro que había sido para ella cuidarla, sobre todo porque se negaba a recibir tratamiento médico o que la internaran cuando su estado empeoró. Le iba a preguntar por qué no me había llamado, pero recordé que el día que dejé San José me había asegurado de que nadie allí supiera de mi paradero.

—¿Y ahora te quedaste viviendo sola ahí en tu casa de siempre?

—Sí, sola. Aunque ahora apareció una persona que era amiga de la familia. Es la mujer con la que se escapó mi papá. No sé si te acordás, te lo conté una vez.

—Ah. Te habrás enojado mucho con ella.

—Claro, pero solo al principio porque se puso a ayudarme cuando ya no podía manejar sola las cosas. Mi mamá se había puesto realmente mal y tuve que internarla a pesar de que me reputeaba cuando se dio cuenta que esta mujer había vuelto. No quería dejar la casa. Pero yo no iba a dejarla morir así —. En ese momento se quebró y yo la abracé.

—Pero ¿por qué no quería que la trataran en un hospital, un médico?

—Mi vieja era una persona muy especial. No era una mujer común y corriente —, me contestó, venciendo las ganas de llorar.

La presioné con una mirada inquisitiva. Los ojos se le enrojecieron otra vez y volví a sentir (como si el tiempo nunca hubiera pasado) cómo emanaba de ella el calor de la vergüenza.

—¿Te acordás de que vos sospechabas que ella era como una bruja? No estabas equivocado.

Seguí callado mirándola fijo. Un par de lágrimas le rodaron por las mejillas. Delia debió haber notado que yo no estaba para nada sorprendido. En ese momento luché contra el deseo de contarle lo de mi encuentro con su papá, y sobre eso que había que encontrar para que lo enterráramos con Berta. Me costaba recordar el nombre de la mujer por el que tenía que preguntarle y que nos ayudaría a encontrar ese algo.

—No llores, Delia. Creo que ahora vas a poder ser libre. Mirá, ¿puede ser que vos conozcas a una tal Amelia… o Analía…?

—¿Amelia, Analía? No, para nada. ¿Quién es?

En ese momento una mujer asomó la cabeza en el office para avisar que los de la cochería llegarían a las nueve. Delia me la presentó: era una mujer cincuentona, aquella con la que se había escapado su papá.  Se llamaba Amanda.

 

—Amanda, tengo que hablarte de algo antes de que Delia regrese. ¿Adónde fue?

—Fue a su casa a buscar unos papeles, el acta defunción, esas cosas. No hay tiempo para nada, escuchame vos a mí, Walter. Después te explico cómo fue que te encontró Enrique y por qué te mandó a que vinieras acá. Como te dije, no tenemos tiempo. Escuchá: Berta era una bruja.

—¿Ah sí? ¡No me digas, no lo hubiera imaginado!

Amanda siguió hablando en un susurro ofuscado, procuraba que no la oyeran las que estaban sentadas en el salón:

—Echaba maldiciones, hacía gualichos. Sé que enterró dos cuchillos. Lo sé porque Enrique me contaba las cosas que la espiaba hacer. Berta creía al principio que él no se enteraba. Hace rato que él la hubiera dejado pero no se animaba por Delia. Al final yo lo convencí de que Berta a su propia hija no le iba a hacer ningún daño, que nosotros nos fuéramos de San José cuanto antes.

—Ah, él se fue con vos y las abandonó.

 —Ahora eso no es lo importante. Walter, callate y escuchame…

   —Pero vos volviste por algo. Y Enrique me mandó a…

   —¡Walter, por favor, no tenemos tiempo! La entierran mañana a la mañana.

Me callé y miré a través de la puerta hacia el ataúd. Por detrás, había un candelabro de pie con una cruz de neón violeta en el centro; y la única corona mezquina en flores estaba parada en una esquina. Unos ventiladores empotrados en las paredes a ambos lados mandaban el olor nauseabundo de las flores hasta donde estábamos. Amanda continuó hablándome de esa manera inquietante:

—Antes de que partiéramos a Rosario, una mañana Enrique la siguió a Berta sin que ella se diera cuenta hasta un descampado que hay cerca de la ruta. La vio hacer algo agachada al pie de un árbol. Cuando la vio alejarse, él se acercó al árbol y notó tierra removida. Cavó un poco y desenterró un cuchillo de mesa ennegrecido con alguna cosa, brea, no sé. En el cuchillo estaba escrito mi nombre. Me dijo Enrique que mientras examinaba horrorizado el cuchillo sintió una presencia a sus espaldas y se dio vuelta. Era aquella –. Amanda señaló con la mano hacia el ataúd—. Lo reputeó y lo remaldijo por arruinar un trabajo que me quería hacer, y le dijo, señalando el cuchillo desenterrado, que él nunca iba a encontrar otro que ella enterró para él. A mí nunca me pasó nada porque se ve que Enrique me salvó, pero ya viste lo que fue de él ...

—¿Y ella no te hizo otra cosa?

—No sé, pero nunca me pasó nada. Escuchame, que Delia ya va a volver: Enrique está seguro de que aquella enterró otro cuchillo en otro lugar aunque no sabe dónde. Ese era para él y para cualquier hombre que apareciera para alejar a Delia de su lado. ¡Una vieja hija de mil puta y egoísta!

—¿Y por qué no le contaste todo esto directamente a Delia y las dos se ocupaban de buscar eso?

—No, porque ella querría saber dónde y cómo está su papá. Yo no puedo decirle. Me lo pidió él. No quiere que la lleve hacia él.

   —Ah, ¡entonces lo ves!--, le dije casi gritando de la indignación.

—Mirá, sé que tenés preguntas. Después te aclaro todo. Ahora, al único que le va a dar bola para que busque ese otro cuchillo es a vos. Decile que vos sabés que hay una maldición que dejó para vos, y que tenés que anular.

—Pará, ¡me meten en algo que yo no tenía por qué…! ¡Yo ya tenía mi vida ajena a todo esto!

—Te lo voy a decir solo una vez: Enrique se muere en cualquier momento en el estado en que está. Vos te salvaste porque te fuiste de este lugar, pero en cuanto se muera él, ¡el que sigue con la maldición sos vos! Eso estaba escrito en unas fotos agarradas con alfileres a un pedazo de género negro. Las fotos eran de Enrique y de vos—. Los ojos de Amanda eran penetrantes, creo estaban enrojecidos por la presión de la sangre en su cuerpo—. ¡Y tienen que encontrarlo antes de que vengan los de la cochería a las ocho a llevarla al cementerio!

Me quedé callado mirando a esta mujer que me hablaba de cosas espantosas, y me puse a pensar, ¿pero dónde estará enterrado eso? ¿Cómo le explico de la nada todo este asunto a Delia?

  En ese momento ella entró al office sosteniendo un folio con papeles. Nos miró a los dos, curiosa por la tensión que se percibía en el ambiente. Amanda y yo nos quedamos callados, mirándola como si nos hubiera sorprendido conspirando contra ella. Y de pronto, todo el salón quedó completamente a oscuras, excepto por el tenue resplandor violeta que emitía el material fosforescente de la cruz detrás del ataúd. Y después de un lapso de silencio de unos pocos segundos en el que noté que se encendió una luz de linterna cerca del ataúd, oímos los gritos de horror de una mujer y un portazo.

Parte Dos

—¿Pero quién…? ¿Por qué gritaron así?--, pregunté contraído desde la coronilla hasta los dedos de los pies. —Deben haber entrado ladrones.

—No, no pasa nada. Es Silvia. Los muertos le impresionan mucho; grita por cualquier cosa— me contestó Delia.

—¿Silvia? ¿Quién es?

—Es la chica que viste acá al llegar. La única vecina que se ofreció a ayudarme aparte de Amanda.

—¿Saltaron los tapones o el corte será de la zona? — pregunté esperando que también Amanda me contestara. Delia prendió un fósforo y se puso a buscar algo en un mueble que había al lado de la cocina. Encendió una vela y me la puso en la mano. Noté que Amanda no estaba con nosotros.

—Voy abajo, a la oficina del encargado a ver qué pasó— me dijo mientras se asomaba a la sala como si quisiera buscar a alguien en la oscuridad.

—¿Y Amanda a dónde fue?

Delia se encogió de hombros.

—Haceme un favor, quedate un minuto con la vela ahí—. Señaló la sala donde estaban el ataúd y las mujeres que asistían—. Voy abajo a ver qué pasó con la luz.

Iba a decirle que contaba con la linterna del celular mientras palpaba los bolsillos de mi campera pero recordé que lo había dejado en otra que era más costosa, que a último momento decidí no usar por mi seguridad. Si el orgullo de mi mujer le iba impedir llamarme, era mejor. Solo que si ocurriese algún problema en casa ahora no podría enterarme.

—Voy a prender las velas de ese candelabro—, dije señalando el que estaba detrás del ataúd, en cuyo centro se erigía la cruz violeta.

—Es eléctrico. Por eso, andá con ellas ahí un minuto que ya vuelvo.

Y vi a Delia desaparecer en la oscuridad. Un instante después, alguien encendió un par de velas sobre una mesita que ubicaron adelante del ataúd. Me quedé vacilando unos segundos todavía en el office. Traté de distinguir a Amanda entre las cuatro mujeres que estaban sentadas a ambos lados de la difunta, pero no estaba seguro de reconocerla en la oscuridad. Todavía sosteniendo mi vela, caminé lentamente hacia una mujer que conversaba mirando hacia el otro lado. Me senté junto a ella y, al rozarla, la mujer se dio vuelta de golpe fijando en mí unos ojos muy saltones y con los párpados demasiado maquillados. No pude evitar sacudirme del susto. Tenía además una sonrisa bastante inapropiada para la situación.

—¿Vos sos el novio de Delita, no?— me dijo la mujer mirándome con mucho interés.

La otra mujer sentada del otro lado se inclinó para verme. También sonreía como si estuviera en una fiesta. Cuando les expliqué que en realidad hacía muchos años que había salido con Delia se miraron entre sí de una manera que me intrigó bastante. El aspecto de esas mujeres era de por sí muy raro, sería también porque sostenía mi vela cerca de la cara y eso distorsionaba mi visión, así que me levanté para dejarla parada junto a las otras dos velas sobre la mesita. Y cuando la incliné para adherirla con gotas de cera derretida, el pábilo se apagó como si alguien le hubiera dado un soplo fuerte y repentino. Será una correntada de aire o esa vieja graciosa, pensé. Volví a encenderla y la dejé parada. Me fui a sentar y me puse a ver a las otras mujeres que estaban sentadas. Me extrañó ver que no fueran cuatro como había notado desde el office sino tres. Pensé entonces que una de las que había visto en la oscuridad debía ser Amanda, quien en algún momento habría salido de allí, yéndose probablemente también a la planta baja del salón.

Pasado un instante me levanté para bajar y ver qué estaba haciendo Delia. La encontré en la entrada al salón abrazando a la chica que la había estado ayudando con el café, Silvia, que se veía alterada, parecía presa de un ataque de nervios. Pregunté si todo estaba bien.

—Silvia, no pasa nada, en serio. Te debés haber confundido con una de las otras viejas de ahí… — le decía Delia a la chica.

—No, en serio, Delia. ¡No me creés pero yo vi lo que te estoy diciendo! Perdoname pero yo me voy. ¡No me quiero quedar acá!

En ese momento, la luz regresó tan súbitamente como se había cortado. No imaginaba que la oscuridad que se venía no tenía comparación.

—¡Listo! — dijo el administrador del salón saliendo de su oficina—. Nunca saltan los tapones acá, no sé qué habrá pasado. Tuve que buscar un filamento de cable para arreglarlo. Disculpen las molestias.

Cuando Silvia se soltó del abrazo de Delia y me miró tenía los ojos desorbitados.

—¿Qué le pasó?

Delia me hizo un gesto de que no preguntara y me pidió si podía acompañar a la chica a su casa, así ella se quedaría para atender el velorio. Me dijo que Silvia vivía a dos cuadras de mi antigua casa. La chica agarró su abrigo, se mostraba ansiosa de irse cuanto antes de allí.

—Todavía recordarás estas calles ¿no, Walter? — me dijo Delia. Y acercándose a mí me susurró al oído —: Ahora sí que te necesito, Walter. Amanda no sé a dónde se fue ni si va a volver. Después te cuento lo que pasó.

Delia debió haber notado la expresión de intriga en mi cara cuando la miré al abrir la puerta para que Silvia y yo saliéramos a la calle. Y afuera, cuando me di vuelta luego de cerrar la puerta, vi que la chica había avanzado apurada varios metros, así que tuve que trotar un poco para alcanzarla.

—Bueno, ¿Me contás qué viste, qué pasó? ¿Vos gritaste?

—Tendría que haberle hecho caso a mi vieja cuando me dijo que no me metiera con ellas.

—¿Ah sí? ¿Qué pasó?

Silvia caminaba rápido; yo apuraba el paso para mantenerme a su lado. Alcanzamos el cruce con la avenida sobre la que se encontraba mi antigua casa y doblamos por ella. Mi casa quedaba a dos cuadras; la volvería a ver después de tantos años porque había llegado directamente al salón velatorio por otro camino cuando el sol se acababa de poner.

Como la chica iba callada y mirando su celular, repetí la pregunta. Me respondió con pocas ganas:

—Mirá, si me vas a creer, no me importa. Se había cortado la luz. Yo acababa de volver del baño que está al lado del administrador, abajo. Pasaba en frente del cajón, y noté que en la oscuridad, el resplandor violeta de la cruz fosforescente se entrecortaba. Deben ser las viejas que se pararon y se pusieron a caminar, me dije. Prendí la linterna del celular para ubicar las luces de emergencia, y no, no servían. Ahí vi que las tres viejas estaban paradas, quietas como estatuas. Y por detrás de ese candelabro con la cruz… ¡Ay no, no me quiero acordar!

—¿Qué cosa? ¿Qué viste?

La chica caminaba rápido y se persignaba.

—¿Qué? — insistí.

—Atrás del candelabro distinguí la forma de un hombre alto que no sé quién era. No pude verle la cara. Estaba detrás de ese candelabro con la cruz. Y cuando le apunté con la luz del celular vi que en realidad no había nadie: era una sombra enorme en la pared. La sombra tenía cuernos así: —Con las manos Silvia se dibujó unos cuernos altos y ondeados sobre la cabeza—. Como salida de la sombra, salió un brazo que se estiró hasta el ataúd. El brazo era peludo y tenía una garra. Las viejas al instante se fueron a parar bien cerca del cajón y levantaron los brazos así: —hizo un ademán de adoración—. En ese momento mi linterna se apagó y volví corriendo a la escalera para bajar. ¡Me puse a gritar como loca!

—¿Pero estás segura de lo que viste? ¿No te habrás…?

—¡Claro que vi eso! ¡Le dije a Delia pero no me creyó!

—¿Estás segura? Debes haber visto al administrador. Viste que no es muy agradable... Además en la oscuridad…

—¡No! Te digo que era una sombra con cuernos! Al administrador lo encontré al bajar, me preguntó qué estaba pasando.

—¿Pero no había otra persona además de esas mujeres?

 —Vos tampoco me creés. Mirá, el que viene allá es mi viejo, lo llamé para que me venga a acompañar. Hasta acá nomás, me voy con mi viejo, gracias.

Silvia se adelantó corriendo y se aferró al brazo de un hombre que esperaba a varios metros y ambos se alejaron rápido. El hombre se dio vuelta para echarme una mirada por sobre el hombro.

¿Qué era toda esta locura en la que me había involucrado de pronto? Primero, un ciruja que me encuentro y me advierte sobre una maldición que tengo que cortar por el bien de todos; el velatorio de esta mujer de quien yo ya había sospechado de hacer brujerías y que… había enterrado cuchillos que había que encontrar urgente… Y ahora… esa sombra que apareció ahí durante el corte de luz... ¿Tenía cuernos y las viejas actuando raro…? Mi antigua casa estaba a media cuadra de donde estaba. Me vino un recuerdo…

—Bajemos un poco el volumen. Nunca se escuchó Heavy Metal en esta casa…

—Dejá de hinchar las pelotas, Walter. ¡Tu vieja no se imaginará que vamos a escuchar a Julio Iglesias!

—Va a pensar que estamos poseídos, ya nos va a tocar la puerta. ¿A ver la tapa? ¡Faaa! ¿Quién es, el inventor del Chevrolet?

—Con el Maligno no se jode— me dijo mi amigo Roberto, haciendo un cuernito con la mano y sacudiendo la cabeza con desenfreno. Yo me quedé fascinado mirando el dibujo de un hombre chivo, que tenía brazos peludos que apuntaban arriba y abajo. Parecía entronizado en medio de una escena infernal.

Todas las ventanas y otras luces en el interior de mi antigua casa estaban apagadas. Miré el reloj, eran casi las diez, no era una hora apropiada como para golpear la puerta y presentarme ante quienquiera que fuese el dueño para pedir que me permitiera visitar mi viejo hogar. Quizás al día siguiente si es que todavía estaba acá en San José, aunque no debería demorar mucho con este asunto. Sandra debía de estar pensando cualquier cosa de mí. De todas maneras, me acerqué a una de las ventanas para espiar el interior. La casa parecía abandonada, pero es posible que alguien viviera ahí porque la persiana a la que acerqué mi cara no estaba del todo bajada. Del interior venía un tufo a humedad, a abandono; la otra ventana no tenía persiana, estaba cubierta con un material plástico; la madera de la puerta estaba maltratada y cerrada con un candado (nunca habíamos usado eso); la pintura de la fachada en mal estado y tenía pintadas con aerosol; el césped de la vereda seco y aplastado, con caca de perro aquí y allá. Ver la que había sido mi casa en ese estado me produjo una sensación de profunda melancolía; sentí deseos de alejarme enseguida para no volver jamás. Al darme vuelta, pasaba un chico en bicicleta por la calle. Le hice una seña para que se detuviese un segundo. El chico me hizo caso, se le notaba la curiosidad. Le pregunté si conocía a la gente que vivía en la casa pero su reacción fue un gesto de perplejidad y el apuro en seguir su camino.


Cuando regresé al salón velatorio estaba Amanda esperándome en la puerta.

—Walter, tenemos que empezar a buscar ya.

—¿A dónde te habías metido? ¿Te contaron lo que pasó ahí arriba?

—No hace falta, lo creo todo.

— ¿Sabías que hubo una aparición con cuernos?

—Sí, sí, todo es posible. Berta era una bruja, todo es posible. Ahora vení conmigo.

— ¿A dónde vamos? Yo no tengo idea de nada.

—Mirá, Delia admite que su vieja hacía sus cosas. Le pregunté si recordaba que la vieja hubiera enterrado algo. Conseguí que me contara sobre la época en la que ustedes salían.

— Ahí me están metiendo otra vez. ¿Qué carajo tengo yo que ver con sus brujerías?

—Y, lamentablemente mucho. Fue la época en que el padre de Delia (Enrique) yo nos escapamos… —. Me miró y notó el enojo en mi cara—. ¡Yo no te metí en esto! Te dije que sé que además de Enrique, el otro hombre que se metió en la vida de ellas fuiste vos. También es por tu bien que me ayudes. Y averigüé una razón concreta por la que te pedimos que vengas hasta esta localidad.

—Mirá, la intriga me está carcomiendo más y más con el paso de los minutos. Hace como veintipico de años que dejé de salir con Delia. ¿Qué puedo tener que ver yo? Realmente no lo entiendo.

—Es que Enrique dejó a Berta y también apareciste vos, todo por los mismos días. La maldición ya está tirada y no tienen forma de librarse a menos que ahora vengas conmigo. Tenemos que actuar rápido, sin analizar nada, no hay tiempo.

—¿Y por qué no vino Enrique y te ayudaba él?

 —Sería muy duro para Delia ver a su padre así como está. Él me pidió que no le diga nada sobre él. Además, él está que se muere de lo débil. Si sentiste algo alguna vez por Delia no la hagas mierda hablándole de Enrique.

—Igual acá hay algo que no me cierra y no puedo darme cuenta de qué es…

Amanda sacó algo que llevaba entre la ropa y me lo mostró. Era una foto en la que estábamos Delia y yo en una plaza con juegos cerca del centro comercial de San José. En la foto ella sostenía un perrito y yo la abrazaba por detrás mientras le besaba la mejilla. Habíamos interrumpido a un chico que estaba leyendo para que nos sacara la foto. Si la vieja Berta la había visto, con el resentimiento que tendría, tal vez era mejor que ayudara a deshacer esa brujería de la que habló Enrique. Fotos…fotos… De pronto me preocupó que la mamá de Sandra también tuviese fotos mías.

—Me acuerdo de ese día. ¿Qué tiene que ver?

Me di cuenta de que estábamos caminando en dirección a la ruta. Por esos lugares de San José en aquella época había grandes descampados donde solíamos jugar a la pelota.

—Lo que te puedo decir es que hace unas horas, poco antes de empezar a velar a la vieja, conseguí que Delia me contara sobre entierros, ocasiones en que la familia de ella asistió a algún entierro. Acordate de lo que te conté sobre el cuchillo que desenterró Enrique, por eso pensé en entierros. Ahí es cuando tu aporte va a servir…

—Me estás haciendo asustar como un chico de ocho años cuando ve una película de terror. ¿Qué tiene que ver esa foto?

Amanda me miró callada, esperaba que yo mismo me diera cuenta. Y tenía razón porque me acordé. El perrito que sostenía Delia en la foto. Se lo había regalado yo. Le había encantado pero me dijo que mejor no. Me previno que Berta lo iba a odiar, y más sabiendo quién se lo había dado. Fácil, le dije a Delia, decile que lo encontraste en la calle. Para que no me sintiera rechazado lo aceptó pero el perrito habrá durado no más de dos semanas. Un día amaneció muerto entre los pastos altos del fondo de su casa. ¡Qué triste se había puesto Delia! En vez de tirarlo en un basural decidimos enterrarlo cerca de la ruta, no muy lejos del lugar al que ahora nos acercábamos con Amanda. Pero cómo acordarme de dónde fue exactamente? Avanzábamos rápido por unas calles que todavía eran de tierra. Se ve que los vecinos siempre habían votado al mismo partido político.

—Averigüé todo eso—, dijo Amanda, caminando junto a mí con paso resuelto.  

  —Sos como una detective, pero de brujerías. Lo que me extraña es por qué estás tan segura de que tenemos que ir buscar el cuchillo ahí y no a otro lugar.

  —Conozco sobre las cosas que hacía Berta.

—Che, vos no serás otra…

—Fui su amiga durante un tiempo, iba mucho a la casa. Llegué a tener cierta intimidad, confianza. La vi hacer cosas raras.

Me acuerdo de que en ese momento miré a Amanda de reojo.

—Mientras te metías con su marido. Si Berta era una bruja no podía escapársele semejante traición.

Ella no me miraba a la cara.

   Ya habíamos dejado atrás las últimas viviendas del área urbana y empezamos a caminar por un sendero de tierra que atravesaba una zona con sauces y pastos altos. Recordé que al perrito lo pusimos cerca de un poste de iluminación a la altura de donde empezaba un grupo de árboles. De estos postes había varios a lo largo del sendero, que conectaba con la ruta, pero estaban separados entre sí. De no ser por la luna llena y el escaso alumbrado público, apenas podíamos vernos la cara. Después de tantos años volví a escuchar ese rumor que era una mezcla del sonido de los grillos y de otros bichos de campo, a sentir el frescor que exhalaba la…

—Me dijo que está a la altura del poste que está ahí, el que tiene el cartel.

—Es cierto. Sigo pensado para qué es necesario que esté yo.

—Basta, Walter. Ya estamos.

—No sé si era acá. Era más cerca de esos árboles. Está todo igual. Si hubieran construido por acá estábamos en el horno.

— No, es acá.

Amanda miraba alrededor y yo también porque me di cuenta de un detalle.

—Ah, pero ¿con qué vamos a cavar? —le dije—. El perrito ese no quedó muy profundo, pero solo con las manos… Nos olvidamos completamente. No sé, tal vez si encontramos una rama seca...

Lo que recuerdo es que miraba el suelo tratando de ubicar el punto exacto. Alguien que apareció por detrás debe haber traído una pala pero no la usó para cavar.

Cuando desperté, pensaba que estaba en una cama, tapado con sábanas. Sentía un dolor terrible en la cabeza, era punzante, como una herida que me latía. Quise llevar una mano a la fuente del dolor, que estaba cerca de la coronilla, pero no pude. En ese momento, recobré plenamente la conciencia y me di cuenta de que no estaba cubierto por sábanas y de que tampoco podía incorporarme; quería gritar, pero tenía la boca tapada con algo, una cinta ancha. ¡Dios mío, me habían puesto en un ataúd como si me estuviesen velando! Luchaba por incorporarme pero las cuerdas con las me habían maniatado apenas me permitían sacudirme. Unas mujeres se acercaron a mirarme. Reconocí a una de ellas: era la vieja con la que había charlado en la oscuridad. No podía gritar, pero me quejaba con tremendo escándalo.

A los pies del cajón, otras dos mujeres que sostenían una vela cada una se acercaron para mirarme. Una era Amanda, y la otra… Berta. Después de las cosas que habían ocurrido esa noche, creo que apenas estaba sorprendido. Aunque mi sentido de la visión estaba ofuscado, cuando la miré bien a la cara por dos o tres segundos no me quedó duda alguna. Tantos años habían pasado desde la última vez que la vi ahí en San José pero el aspecto de la madre de Delia casi no había cambiado. Esa expresión intimidante, perversa, acechante, de facciones rígidas, como cuando un gato furioso está por atacarte; el cabello estirado en un rodete a lo Hollywood. Solo parecía que se le había ido un poco la mano con el maquillaje, al igual que las otras viejas ahí.

¿Acaso era otra pesadilla? Había escuchado sobre sueños lúcidos o sobre ese fenómeno que se conoce como parálisis del sueño. Pero todo era real, estaba luchando por escaparme de ese cajón estrecho, me contorsionaba como un epiléptico, sacudía la cabeza de un lado al otro. Los asquerosos tules que me cubrían me asfixiaban. El sudor humedecía mi cara como cuando salía a trotar. Miré otra vez a esas dos (sentía los ojos afiebrados), Berta y Amanda. Las otras viejas alrededor me contemplaban sonriendo como si asistieran a un cumpleaños y yo fuera la torta. Estaba bastante seguro de que me llevaron de regreso al salón velatorio.

—¿Qué hora es? —preguntó Berta.

—Amanece en media hora. Ya van a venir los del sepelio.

—Prepárense. A él no le gusta esperar. ¡El tiempo se nos acaba!

Apagaron la luz y el lugar quedó iluminado otra vez por las velas. Para entonces mis esfuerzos desesperados por zafarme me habían dejado exhausto. “A él no le gusta esperar” ¿de quién hablaba? ¿Acaso iba a venir también Enrique a ese salón?

¿Y dónde estaba Delia? Seguramente ella también era responsable de esa increíble situación por la que yo estaba pasando. “Ya van a venir los del sepelio”. ¿Acaso pretendían...? Ahora el sudor de la cara era frío. Nunca había sido un hombre religioso, jamás había rezado, aparte de las veces en que me mandaban a misa, pero recordaba un par de oraciones. Las empecé a decir en mi cabeza con tal frenesí que las palabras me sonaban como una matraca. Las brujas hablaron otra vez. Berta pidió silencio y le cedió la palabra a Amanda, quien empezó un cántico monocorde con esa voz de fumadora que tenía:

Por siempre seas alabado, oh gran príncipe de las tinieblas. Aquí estamos para cumplir con nuestra promesa hecha a su majestad.A ti, por tu gran poder, amo de las profundidades del mundo, sabio y mentor de tu  justicia y tu verdad, aquél a quien todos adoran sabiéndolo o no, tú eres él único que acude porque estás dispuesto a darle lo que la gente quiere en esta vida sin hipocresíasoh tú hermoso ángel que caminas sobre brasas, artífice de toda dádiva que el espíritu mortal de los hombres codiciatú que también das y también pidespor eso estamos aquípreséntate una vez más y recibe esta alma que pondremos en la boca de la tierra, para que se la trague y te sea presentado a tu servicio en el reino de la oscuridad... él será tuyo, como te prometimos... concédenos a cambio lo que te pedimosoh, tu...

En ese momento me volví a sacudir con violencia y a emitir alaridos que la cinta en mi boca ahogaba, pero era en vano, no podía librarme. Escuché que Amanda empezó a cantar algo en un idioma desconocido para mí. Berta la interrumpió protestando casi a los gritos.

—Ya debería haber vuelto. Algo salió mal. ¡Es por Delia, esa maldita! ¡Por eso él no quiere presentarse otra vez! ¡Ya sé lo que está pasando! ¡Delia, Delia!

—Entonces, pongamos ya la tapa para que se lo lleven a éste ---dijo Amanda, señalándome—. ¡Al menos algo le tenemos que ofrendar!

—Voy a llamar al administrador para que nos ayude, pero tapémosle la cara con los tules de la mortaja.

—Yo le tapo la cara.

—¡Apurate!

Una de las viejas se acercó mucho a mí con un cuchillo en la mano, y Amanda le gritó:

—¡No lo mates, ponerlo a dormir, tiene que enterrarse vivo!

La vieja tomó los tules que me cubrían y me tapó la cara. Es todo lo que recuerdo.


—…ahí en esa foto. Estaba tachado con birome, pero igual los números se distinguían. Se notaba que era un teléfono. Para dar con el número de la casa de ella, probé con varios, descifraba la tachadura. A todo esto, ya había averiguado el código actual de San José. Llamé y me contestó una mujer que trabajaba limpiando la casa. Se sorprendió cuando le pregunté por el velorio de Berta. Me dijo que no sabía que ella había muerto. Pregunté por vos y por Delia y me respondió que no sabía nada de vos pero que Delia estaba impaciente por encontrarse con alguien. Ahí pensé: Walter, guacho de mierda, así que te fuiste con el cuentito del velorio hasta allá, no querías que yo te acompañara. Claro, se debe estar viendo con esa Delia. ¡El muy zorro, me las va a pagar! Y desde ya que te llamaba y te llamaba al celu y nada. Entonces preparé a los chicos para dejarlos con mamá. Estaba enfurecida.

Cuando llegué eran como las once. Fui directo a tu antigua casa con la dirección que averigüé y me llevé un flor de susto con el que salió y me invitó a pasar. No sé si viste el estado en que se encuentra tu casa. Ese tipo parecía un cadáver. Traté de contarle que te estaba buscando y que necesitaba ubicar por ahí un salón velatorio, el velorio de Berta. Pasaba algo raro en esa casa. No sé, sentía como que había gente, pero no podía verla, sentía murmullos, gemidos. Y de solo ver a ese hombre que no me contestaba, que hedía como carne en descomposición... Me quiso agarrar del brazo, pero yo corrí hacia la puerta a los gritos pelados. Me golpeé fuerte la cabeza contra algo, una viga baja, o algo así, y quedé inconsciente. Desperté en una guardia que está en la calle principal de San José. Me dijeron que un chico me vio entrar a esa casa y le avisó a un policía que andaba cerca. Te digo algo: todos saben que es una casa abandonada, que nadie la quiere comprar porque dicen que está embrujada. Dicen también que es un aguantadero. Bueno, así con la frente emparchada dejé la guardia sin que se dieran cuenta y seguí averiguando dónde estaba el velatorio, porque pasado el susto me volvieron las ganas de cagarte a palos.

—¿Cómo supiste que había ido a San José y no a otro lugar? Pude haberte inventado eso e irme a otra parte.

—Porque te seguí. Vos me dejaste en la habitación y desde la ventana vi que te tomaste el colectivo que va a Constitución. No pasaron ni cinco minutos que agarré un taxi. En la estación me iba ocultando de vos en el andén. Vi que te

subiste al tren que va a San José. Ojalá también me hubiera subido, te hubiera obligado a que me llevaras con vos. Estuve a punto de volver a casa tratando de convencerme de que no me habías mentido sobre el velorio. Igual lo de tus pesadillas frecuentes con Delia nunca me gustaron. Esperé el siguiente tren y me subí.

—Y después, ¿qué pasó cuando saliste de la guardia?

—Bueno, ya era de madrugada. Preguntaba por la casa de Delia aquí y allá. Hasta que di con la casa. Un par de personas me advirtió que no me acercara. Toqué la puerta y no salía nadie, pero averigüé que la sala del velatorio estaba a un par de cuadras y me mandé directo. El administrador me dijo que él te había visto salir de ahí y que no te vio volver. Él estaba por subir para asistir a la familia de la difunta. Subo con usted, le dije. La puerta de entrada a la sala estaba cerrada. Escuché que adentro gritaban, forcejeaban. ¡Dejanos, Delia, maldita, ¡salí de acá! gritaban unas mujeres ahí dentro. Golpeé y te llamaba ¡Walter! ¡Walter! El administrador abrió con su llave. Entramos. Al único que encontramos fue a vos maniatado dentro del cajón. Estabas inconsciente. La tapa del ataúd estaba tumbada en el medio de la sala. El candelabro ese y la corona de flores, todo tirado por el piso. ¡Al que estaban velando era a vos, casi enloquezco, tanto como te debe haber pasado! Y después todo ese kilombo cuando llegó la policía, la gente que se amontonó...

—¿Y esas mujeres? ¿No viste a ninguna?

—No había nadie. A lo mejor se escaparon por una ventana que había en el office. ¿Pero cómo habrán hecho? No hay forma de bajar desde allí, no hay escalera ni nada...

Sandra me contaba eso y yo imaginé estar en ese momento mirando a través de esa ventana: la noche despejada sobre San José y las siluetas de una banda de murciélagos pasando delante de la luna llena.

—Te pido un favor, Walter: No me vuelvas a decir "mi brujita", si no querés que te pegue con el cepillo. Si es necesario voy a dormir con los ruleros.

   Sandra se abrazó a mí. Estábamos en la cama. Tenía la televisión de la habitación prendida. Estaban por pasar otra vez en el noticiero una nueva versión del VELORIO DEL HORROR: ESTUVIERON VELANDO A UN HOMBRE VIVO Y SE PROPONÍAN ENTERRARLO.

  No lo quise ver, apagué el aparato.


  Una mañana finalmente tomé valor para ir a ese rincón donde había encontrado a Enrique. Los bultos de basura ya no estaban ahí, tampoco había rastros de él. Unos cirujas deambulaban cerca. Les pregunté si conocían a Enrique dándoles la descripción. Nada. Jamás lo habían visto por esos lugares. Días más tarde volví un par de veces, en vano.

Estuve tentado de ir a San José a buscar a Delia o a las otras, pero me echaba atrás. Era mejor comenzar a olvidarlo todo. Sin embargo, un día no pude aguantar más y llamé a su casa. Atendió una mujer que dijo ser la nueva dueña de la casa y que no sabía nada de la antigua propietaria. Le grité enfurecido por teléfono: “¡Delia, por qué me hiciste eso! ¡O usted... ¡Berta, vieja de mierda...!

La mujer me reputeó de arriba abajo y amenazó con denunciarme a la policía. No quiso escuchar los motivos por los que quería ubicar a aquellas dos y no le preocupó en absoluto las pericias que creí que estaba llevando a cabo la policía.

Hay algo que aprendí después de toda esa extraña historia. No me convertí en alguien religioso, pero aprendí que es necesario rezar. Hay una parte en la oración más conocida por todos, la que aprendemos de chicos y repetimos con la mente en otras cosas.  Ahora no digo las palabras solo por decirlas como cuando te ponían de penitencia. Ahora pido con fervor que sea librado del mal. Amén.




Eusebio Natanael

                                                                                                   Dedicated to J.M. 

"Delia" was first published in June 2019

.