domingo, 19 de enero de 2020

A LOS QUE NOS TOQUE SEGUIR UN POCO MÁS DEBAJO DEL SOL



El hombre viejo acostado en ese banco de la plaza debe andar fácilmente por los setenta y tantos años aunque con esa barba larga y el pelo crecido, enmarañado y mugroso, es difícil adivinar su edad. El saco a cuadros que usa y que alguna vez habrá hecho ver elegante y digno a quien lo lucía ahora es un andrajo ruin. Es una suerte que estemos en primavera, el día hoy es agradable, pero ¿qué será de él los días de julio y agosto? 

Me pregunto en qué momento de su vida las cosas empezaron a ir cuesta abajo, cada día peor que el anterior. ¿Qué fue lo que habrá hecho mal, en qué se equivocó? ¿Dónde está su familia o sus parientes? Es que debe tenerlos en algún lugar. Puedo imaginar la historia de este hombre: llevaba una vida normal, probablemente trabajaba todos los días y se las arreglaba sin mayores problemas. A lo mejor no le fue bien en algún emprendimiento en el que puso todo su esfuerzo e invirtió todos sus ahorros, o debe haber sido una víctima de la última hiperinflación como muchos otros. O no, tal vez tuvo algún gran desengaño amoroso. Sé de gente que terminó así porque la vida para ellos de repente perdió sentido. ¡Sería una necedad tan grande! Pero es algo que me parece, no lo sé, porque las personas somos tan diferentes, hay cosas que no vemos o comprendemos en aquellos con quienes tratamos día tras día. Algunos dicen que hay gente que está predestinada a este tipo de abandono, algunos creen en el karma, en las vidas pasadas. Otros dicen que hay gente que no hace previsiones en la vida a pesar de que son conscientes de que el tiempo se escapa cada vez más rápido y no pueden ver lo que se avecina. Gracias al cielo que su madre no puede verlo ahora, aquella que lo amamantó y lo arropó, que se desvelaba por él cuando se enfermaba de la menor afección. Debe haber mujeres descorazonadas, pero aun la peor mantiene a su bebé protegido en su seno.

Un grupo de adolescentes pasa de largo el banco donde está el viejo dormido, todos ellos llenos de energía y de promesas que les hace la vida. No creo que lo hayan advertido siquiera. Al pasar uno de ellos patea la bandeja de plástico que estaba debajo del banco, con restos de salsa adherida y que la brisa debe haber arrastrado un poco hacia el centro del sendero. Un perro de esos cuyo dueño lo suele sacar a pasear husmea la bandeja, pero su amo grita una orden para que no la toque. El viejo se revuelve un poco en su banco, se rasca la barba y se pone boca arriba. La sombra del árbol se movió y el sol le va dando de lleno en la cara. Como se espanta las moscas que le importunan la cara, ahora debe estar despierto. 

Voy a quedarme un rato más acá y después me voy hacia el otro sector de la plaza, donde están los juegos. No, no. La gente ahí me mira feo. Me doy cuenta por sus miradas, quieren que me aleje. Debe ser por el olor que tengo, el otro día me oriné encima pero ya se secó. Otra gente me mira sin querer, pero no puedo saber bien qué es lo que piensan. Bah, sí lo sé. Otros evitan mirarme. Es lo mismo, lo mismo de siempre, tanto a los veinte como a los ochenta, nada que no sepa. 
Allá, hacia el otro extremo de la plaza se ve tan lindo: el sendero está todo soleado, las copas de los árboles murmuran algo agradable, el agua de la fuente brilla como una sonrisa. Mirando hacia la avenida está la estatua de ese prócer que, por lo que fuera que haya luchado, todo lo hizo en vano. El color de la ropa de la gente, los chillidos de los pequeños que corretean y las mujeres que hacen ejercicios con música, todo es mío, yo que no tengo nada. Vanidad de vanidades, todo es vanidad leí una vez por ahí. Más allá están los puestos de artesanías donde una mujer grande que vende ropa usada pone chamamés. Una vez me convidó galletitas. Tengo hambre…