Primero, no pienses en nada. Poné
tu mente en blanco por unos segundos. Una vez que lo logres, convertí al
lenguaje escrito el primer concepto (o pensamiento) que se te ocurra dentro del
minuto. Como no es fácil trasladar un fenómeno psicológico al código
lingüístico con fidelidad, no importa si se pierden los matices, los detalles,
las precisiones, o las ideas implícitas en otras ideas. Escribí de la manera más simple. Hacelo a partir de este momento…
tengo que limpiar la pantalla de mi celu
Ahora intentá lo mismo pero esta
vez sin fijar la vista en algún objeto en particular. Por ejemplo, podés cerrar
los ojos: …
abajo están hablando todos juntos, el sonido de las voces me envuelve,
es insoportable, es una pared llena de cosas que se mueven, no puedo escuchar
esto mucho tiempo
Ahora escribí ampliando esta
idea. Podés cambiar/editar o reformular los pensamientos:
Las voces de las personas que están en el piso de abajo se escuchan
como si formaran una pared llena de objetos adheridos a ella que se mueven.
Entran en mis dos oídos desde todas las direcciones. No podría soportar por
mucho tiempo la manera en que esa pared está
envolviendo mi mente.
Ojalá fuera como la Nube. Esa solía envolverme pero de otra forma.
* * * * * * *
La última vez que los vi en este
lugar, el chico parecía dos o tres años más joven. Ahora no estaba seguro de si era el mismo. Ese día la madre me preguntó si yo iba a usar el toma corriente que estaba entre nuestras mesas. Le dije que no y ella enchufó el cargador de su celular. Apenas charlaban entre ellos.
Esta vez, también estaban ubicados en la mesa de al lado. No sé si el chico es su hijo
porque no le decía mamá, que sería lo más común. Por la forma de
hablar el chico debe de tener algún tipo de retraso madurativo. Le pidió algo a ella y
ella le respondió con un rotundo no y siguió concentrada en su celular. Aunque el chico debe tener unos 15 o 16 años hizo un berrinche, estuvo punto de llorar
de la rabia. Basta, basta, le decía ella. Lo llamó por su nombre, pero se me
escapó. Volví a las notas que había tomado pero ninguna me decía nada. Cuando levanté la vista, la mujer y el chico ya se habían
ido.
Más tarde crucé la avenida y entré
al parque por la puerta que está próxima a la boca del subte. Encontré un asiento a la sombra y me dispuse a pasar un rato ahí. Estaba pensando en la letra de una canción que escuchaba por el celular cuando una de las dos personas que pasaban frente a mí
dijo casi gritando: "¡Viste que iba a estar acá el señor!". Y
alcancé a escuchar que lo retaron por lo bajo. Eran la misma mujer y el chico; ahí escuché su nombre, se llama Elías. Ella lo llevaba de la mano hacia el centro del parque. El
chico se dio vuelta, me miró brevemente, y siguió adelante, dando pasos torpes. Me dio
un poco de pena.
Estoy escapando
rápidamente por la puerta del colegio con algunos de mis compañeros y
compañeras antes de que aparezca la profesora de Geografía por la esquina de Independencia. Son más o menos las 10 de la mañana. Avenida Entre Ríos: el río del tráfico y de la gente que por siempre va y viene en
el trajín de un día hábil.
Historia autoboicoteada y luego rescatada de la papelera de reciclaje porque tal vez resulte
interesante lo de la Nube.
La Escuela Nacional
de Comercio ya quedó varias cuadras atrás. Alcanzamos rápidamente la avenida
Callao y pronto dejamos atrás también Corrientes y después Córdoba, y seguimos,
seguimos caminando por Callao más allá de Santa Fe. Las baldosas ya no parecen
barras de chocolate, ahora son de un gris sucio como el de la luna llena.
Aunque yo pretenda ser parte del grupo en nuestro escape sin rumbo, la Nube
fija mi interés en alguien en particular de nuestra división, que va con su
grupito varios metros adelante del resto. Hasta en una rateada va adelantado ese grupito. El próximo semáforo me
va a poner su lado.
Listo, ahora voy caminando codo a codo. Aumenta el volumen de la canción que lleva mi Nube; es la canción que suena en mi cabeza cuando abrazo mi almohada o beso mis pobres bíceps. Cada tanto, disimuladamente, le miro la cara, y como si se diera cuenta, hace muecas. Me doy cuenta de que le molesta.
Listo, ahora voy caminando codo a codo. Aumenta el volumen de la canción que lleva mi Nube; es la canción que suena en mi cabeza cuando abrazo mi almohada o beso mis pobres bíceps. Cada tanto, disimuladamente, le miro la cara, y como si se diera cuenta, hace muecas. Me doy cuenta de que le molesta.
Estamos a punto de doblar por una esquina. Veo mis cabellos revueltos en la ventanilla de un auto
que paró por el semáforo. Trato de acomodarlos en una vidriera. Uno del grupo
me acaba de pasar el cigarrillo prendido que está circulando. Hace un tiempo
cuando probé uno por primera vez, fingí que era genial, creí que empezaba
a ser parte de los demás. Pregúntenme ahora: estoy aspirando el humo de
la colilla que sus labios tocaron. La canción que lleva mi Nube pasa a una
versión instrumental. ¡Es una creación mía! Es la Nube, que me está envolviendo
como una bufanda.
Según los que dicen
saber de física cuántica o de esas cuestiones esotéricas, todos los momentos de
nuestras vidas siguen ocurriendo y se encuentran disponibles en algún repliegue
de las tantas dimensiones que coexisten con el ahora; no es que se han
ido para siempre.
Estamos ahora en ese
parque; la avenida que acabamos de cruzar creo que era Figueroa Alcorta. Arrecian las bromas, las
cargadas y los juegos de mano. Veo una carpeta lanzada como un frisbee que se desintegra en decenas de
hojas rayadas de tres agujeros contra el
verde de los árboles. Su risa me está derritiendo pero la parte crítica comienza
cuando noto que mis payasadas por fin logran captar su atención. ¡Me miró! Bueno, un segundo apenas pero me desconcierta la frialdad de esa mirada porque,
estoy seguro, se estaba riendo. El cambio es por mí; siento que debo estar
preparado.
Con una de las plagas
que castigó a Egipto, los súbditos del Faraón se vieron envueltos por una
oscuridad tan cerrada y aterradora que hasta era posible palparla. Creo que con
eso se puede explicar qué es la Nube. Además, a los israelitas que marchaban hacia la Tierra Prometida también los seguía una Nube maravillosa.
El banco debajo del
árbol. Mi amor se sentó ahí en medio de dos. Echó la cabeza hacia atrás como
si quisiera inspirar mejor el aire del lugar, disfrutar de los árboles, de la
brisa. Desalojan de un empujón a uno que estaba sentado a su derecha,
pero el derribado atrapa del brazo al empujador y ambos terminan luchando sobre
el césped. Me lanzo a ocupar ese lugar en el banco a su lado. Nuestros cuerpos
se tocan (por supuesto que a veces hago algo más que abrazar la almohada y
besar mi brazo). Me inclino hacia delante, miro al costado hacia la chica que está a su izquierda y pongo cara de interesado en lo que le está diciendo. Tengo que llamar su atención, estoy jugado. Estiro un brazo por detrás de
los hombros de mi amor para pegarle despacito en la cabeza a esa chica. Mi amor gira de golpe hacia mí y esta vez su mirada me dice de todo.
Duele un poco. No importa, nunca había estado tan cerca de un abrazo en un
parque. Por unos minutos más, no tengo ni la más remota conciencia de que todos
envejecemos, de la realidad que
tendremos que enfrentar cuando egresemos del secundario. No sé realmente si
necesito plata, no sé ni me importa lo que pasa en el mundo, ni siquiera
alrededor, no sé de la existencia del sida o de cualquier otra enfermedad. No sé
mucho de mi amor ni parezco darme cuenta de que los demás tienen sus propios
pensamientos y voluntad. No sé para qué acaba de levantarse de mi lado. Ah, va hacia ese teléfono público anaranjado de Entel que está a unos metros sobre
la vereda.
Momentos después paré la oreja para enterarme de a quién había llamado. No importa. Nadie me preguntó a donde me iba. No importa. No importa, es algo que digo ahora como si nada. Que esa parte quede archivada en uno esos repliegues
cuánticos del tiempo para siempre.
Ese chico, Elías, el del retraso madurativo, tiene edad para su propia Nube. Ojalá lo envuelva como lo hacía conmigo pero que le dure mucho tiempo.